domingo, 10 de junio de 2012

El abandono y el olvido. Reflexiones a partir de los lugares abandonados (primera parte)

por Fernando Jorge Soto Roland

Ruinas del Gran Hotel Viena, Miramar

"Somos una enciclopedia de fatalidades"
Cioran, Adiós de la Filosofía, pág. 99

Desde muy chico me atrajeron los sitios abandonados, sus historias, rumores asociados, leyendas y silencios. Conocí algunos de los yacimientos arqueológicos más destacados de la América precolombina y “exploré” ciudades, casas, cementerios y hoteles que habían sido olvidados hacía años, incluso siglos. En ensayos anteriores intenté comprender los sentimientos y el imaginario colectivo que éstos despiertan, pero muchas ideas quedaron en el tintero. Son ellas las que ahora consigno en esta compilación.

Cadáveres exquisitos 
Detrás de cada lugar abandonado hay una historia que explica su condición. Pero esas historias permanecen, la mayor parte de las veces, envueltas en rumores y leyendas locales que exigen indagar a fondo, para alcanzar la “verdad”. No siempre este objetivo se consigue. Las habladurías se mimetizan de tal modo con algunos sitios que pasan a formar parte del acervo histórico del lugar investigado, confundiéndose la fantasía con la realidad, y alimentando así el romanticismo que los espacios abandonados despiertan en quienes los recorren y estudian.

Especular, conjeturar respecto de lo que fue o pudo haber sido un lugar abandonado, es una operación que se vuelve casi ineludible. ¿Quién no ha imaginado con vida los lugares muertos? Pensarlos en sus horas de esplendor incitan a la nostalgia y nos alertan sobre nuestra inevitable decadencia.

Los lugares abandonados personifican, de un modo crudo y bello al mismo tiempo, el poder e imperio del polvo. Son escenarios de la recolonización de la naturaleza y el más firme presagio de la victoria final de la suciedad y la basura.

Sin humanos no hay historia. Por eso, los lugares abandonados se reconvierten en “geografías del olvido” en las que sólo es posible reeditar un pedacito de su pasado. Su presente se sale de la historia. La deja fuera. De todas maneras, los objetos residuales de la presencia humana nos permiten -como arqueólogos urbanos- reconstruir el devenir cultural de esos lugares, reconciliándolos con nuestra especie. Se transforman en restos, en testimonios materiales de nuestras civilizaciones que, aunque mudos e inertes en apariencia, informan siempre de algo. La historia queda confinada, sitiada, por el desparpajo de lo sucio.

El silencio es quien somete, como un tiránico rey, a los lugares abandonados, condenándolos al solo sonido de las aves intrusivas que los anidan y regentean.

En los lugares abandonados rara vez los colores mantiene su brillo. Lo opaco señorea por doquier y una pátina de tristeza cubre absolutamente todo, dejando -en larga agonía- espacios otrora llenos de vida, de proyectos y esperanzas. Descoloridos, olvidados, sólo les resta esperar su completa desaparición.

Tragedias hechas ladrillos. Así se explicitan. Así se los recorre. Entre ellos nacen las dudas. Abundantes, omnipresentes. Imposibles descartarlas. Inevitables ante cada mirada.

Escenarios yermos y atemorizantes. El vacío y la soledad meten miedo, ponen en efervescencia la imaginación, anunciando lo irremediable. Materializando el destino al que todos nos dirigimos. Tal vez sea ése el motivo por el cual tantas personas se niegan a visitarlos, renegando de ellos, esquivándolos; olvidando la belleza intrínseca que poseen.

Los lugares abandonados personifican la muerte. Espantan a los viejos, atraen a los jóvenes, quienes los exploran buscando en ellos el espíritu de aventura, tan ligado a los peligros de la “Parca”.

El dominio de las grietas. El reino del papel que se tambalea y aún así resiste a las fuerzas del desgano, la desidia y el olvido. Un pacto faústico que desde el vamos se sabe incumplido.

Manchados, sucios, vestidos de polvo y mugre, humedad y óxido, los sitios abandonados son los muestrarios descarnados de la decadencia material de las cosas. Un anuncio. Una profecía autocumplida que dispone de todo el tiempo que existe para terminar de concretarse.

Los lugares abandonados son el campo propicio, fértil, de las metáforas y adjetivos.

El deterioro no respeta a ninguna institución, ni siquiera a los templos, capillas o iglesias. No hay fuerza universal que lo resista, ni voluntad omnisciente que lo detenga. Ante él los dioses se vuelven vanos.

Rodeados de vida, de voces, de sonidos urbanos, los lugares abandonados en el corazón de nuestras urbes remedan cajas de silencio y de decadente tranquilidad. Irónicamente la paz más absoluta se ha apoderado de ellos y el apaciguamiento experimentado en sus ambientes recrean en nuestra imaginación la falsa eternidad de aquellas cosas que parecen quedar al margen del tiempo.

Aunque en apariencia detenidos en un limbo, los lugares abandonados nos engañan, porque el devenir, lento e inexorable, los fagocita y erosiona. Aún enmascarada, la muerte los acompaña.

Cada grieta es una historia ignota. Cada mancha de humedad una bofetada al “Progreso”, en algún momento asociado al edificio. Cada ambiente deteriorado una decadencia particular.

Se los recorre en silencio, como se recorre un cementerio; imaginando todo aquello que pudo haber sido y no fue. Lamentando lo inexorable. Preguntándonos “por qué”.

Podredumbre y abandono van de la mano. Por eso, el asco también está presente en muchos edificios abandonados.

Los lugares abandonados, como la basura, incomodan. Atentan contra el “buen gusto”, y la convivencia con ellos se vuelve problemática. Asociados con el mal olor, las ratas, la muerte, lo podrido, encarnan lo peor de nuestra cultura de consumo. Se transforman en el mejor ejemplo de lo inútil.

En un mundo agobiado por la idea de la eficiencia, la productividad, la ganancia, la utilidad y el beneficio, los lugares abandonados son un sinsentido. Una patada al hígado. Directa, certera. Despabilante. Movilizadora. Desechos que nos despiertan a una realidad alternativa que, aunque queramos esconderla, nos acompaña siempre.

Lo limpio y lo sucio. Lo habitado y lo deshabitado. Duplas inconmovibles. Eternas. Necesarias a la hora de comprender mejor el mundo de manera cabal; multidimencionalmente.

Hay un placer inherente a los lugares abandonados que se explicita especialmente en los niños y adolescentes. La aventura de recorrerlos no tiene precio. Es adrenalina pura; la esencia misma de la incertidumbre y la sorpresa. El solo ingreso en una casa vacía y deteriorada simboliza la ruptura controlada de las normas y leyes vigentes. Entrar en ellas es apartarse de los controles que ejercen los adultos y el Estado, para jugar, apoderándose de cosas que no son suyas, alimentando el sentimiento de aventura y rebeldía.

Los lugares abandonados nos permiten digerir con más naturalidad el sentido de las decadencias.

Menospreciados y temidos. Evitados, especialmente por los adultos, los lugares abandonados nos hablan de dos cosas que rechazamos y que en nuestro imaginario aparecen asociadas: la basura y la muerte. Quizás por eso los sitios que dejamos en manos del deterioro estén -como los cementerios- en las periferias de nuestras ciudades. Lejos de los vivos. La podredumbre se deja fuera.

Aún siendo los elementos líquidos y gaseosos los más contaminantes, las cosas que se deterioran -los objetos, casa, hospitales, hoteles, granjas y pueblos enteros- quedan asociadas a las enfermedades y las peste. Nos espantan.

No hay comunidad que no tenga su mansión embrujada. Desde la lúgubre Mansión Marsten de Salem’s Lot (principal protagonista de la novela homónima de Stephen King) hasta el abandonado Gran Hotel Viena del pueblo de Miramar, Argentina (supuestamente poblado de fantasmas) el imaginario literario y popular se abstrae del conocimiento racional y puebla los sitios deteriorados con fantasías morbosas que “meten miedo”. En cada uno de esos casos es el contexto el que determina las historias y retroalimenta los temores inconscientes de la gente, recrea el folclore local y nos quita el sueño con leyendas moralizantes de alto impacto.

Nada es por completo permanente y limpio. Por sí solas las cosas se deterioran, envejecen. Se ensucian, desgastan y desaparecen. Algunas tardan poco, otras un poco más; pero todo es cuestión de tiempo. Al final del camino siempre está la muerte. Quizás sea por eso que los lugares abandonados, al materializar la impermanencia de todo aquello que culturalmente estamos educados para admirar, nos impacten tanto y sean tantas las personas que los rechazan.

Enmascaramos, ocultamos y maquillamos la decadencia. Detestamos la degradación y tratamos de evitarla. Miles de productos se venden a diario con el solo fin de luchar contra ella. Cremas, lociones, sesiones de electricidad, magnetismo y terapias de rejuvenecimiento. Un arsenal de elementos se acumulan en nuestros botiquines. No queremos ver nuestras arrugas. No deseamos observar nuestras canas y sufrimos cuando los vientres se abultan. No queremos hacernos viejos. Envejecemos con angustia. Y eso no es correcto o “natural”. Lo emocional domina a la razón y es así como nacen los monstruos. ¿Y en qué otro sitio que no sea en un lugar abandonado crecen con mayor libertad esos miedos? Ellos nos anuncian el porvenir irremediable. La humedad, el desconche de la pintura, las rajaduras en la pared, los pisos levantados y vidrios rotos son excelentes metáforas que no podemos eludir y que, aún así, nos fascinan (como las historias de fantasmas).

Los lugares abandonados poseen un espíritu heracliano que, como el filósofo griego Heráclito, son ejemplos vivientes, concretos, de que todo cambia. Comprender el cambio es comprender el deterioro y la decadencia.

Pautamos la manera de ver el mundo marcando dicotomías. El dualismo no sólo se da entre el cuerpo y el alma, sino también en el resto de las cosas: útil o inútil, avanzado o atrasado, creciente o decadente, productor o consumidor, puro o impuro, habilitado o deshabilitado, ocupado o abandonado. Una cosa siempre excluye a la otra que, por lo general, tiene una connotación negativa. Así es la cultura occidental. Nos resulta muy difícil conciliar lo que parece irreconciliable como lo hace el Oriente, quedando esto más que claro en el símbolo del Yin y el Yang. Estamos partidos. Somos por demás analíticos. No es extraño que los sitios abandonados concentren esos aspectos negativos en contraste con los positivos, siempre asociados a los sitios poblados y vivos.

Gestionar la suciedad que nuestra especie produce es una de las tareas más extenuantes, caras e importantes que tienen los gobiernos municipales. Generamos miles de toneladas de basura por día, pero rara vez nos preguntamos sobre el destino final de nuestros desperdicios. Desde hace poco más de un siglo la mugre desaparece de nuestra vista por las noches y amanecemos con las calles relativamente limpias, siempre y cuando tengamos la suerte de pertenecer a una clase social capaz de pagar con impuestos la gestión de esos desechos. Enmascaramos el hecho de ser animales sucios y cuanto más lejos estemos de esa basura, mayor tiende a ser el status social que poseemos. De ahí que “lo sucio” esté mal conceptuado y sea asociado con los barrios bajos y países pobres, cuya relación con los desechos es vista como algo más “natural” y productivo. Se puede vivir de la basura, por lo tanto la sensación de asco que ella produce es una construcción cultural e históricamente condicionada. Bastaría con leer las descripciones que nos llegan del pasado para advertir que nuestras propias ciudades en la antigüedad eran, a nuestra sensibilidad actual, literalmente asquerosas (incluso aquellas que solemos asociar con la belleza más pura; como Florencia, en Italia). En el pasado se convivía con la mugre. Por tal motivo, los lugares abandonados remedan un particular viaje por el tiempo. Un viaje donde los sentidos se ven excitados por todo aquello que nos produce o anuncia vómitos.

Los lugares abandonados representan la derrota de una ofensiva culturalmente elogiada: la de la limpieza. En ellos la responsabilidad social se diluye, y la tarea de eliminar las cosas indeseables queda abortada. La acumulación de objetos, pocas veces, les adjudica a los mismos el status de “antigüedades”. Si bien guardan el atractivo de estar asociados con un previo uso humano, carecen de dos características necesarias para ir directamente a los aparadores de un museo: no están limpios, ni son diferentes o guardan notas distintivas con el resto de las cosas. Son chatarra. Forman parte de un universo que carece de “profundidad” temporal (la mayor parte son objetos contemporáneos), más asociados al desperdicio, a lo sucio y peligroso, que a una obra maestra de arte.

Las cosas “pasan”. Se echan a perder. Se extravían o abandonan.
Ver segunda parte

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