domingo, 16 de septiembre de 2012

El abandono y el olvido. Reflexiones a partir de los lugares abandonados (cuarta parte)

por Fernando Jorge Soto Roland

Ruinas de Villa Lago Epecuén

"Somos una enciclopedia de fatalidades"
Cioran, Adiós de la Filosofía, pág. 99

En la historia del deterioro nos topamos con varios paladines de la destrucción y el abandono. Ellos son:
- Guerras
- Desplazamiento de personas (migraciones forzadas)
- Catástrofes naturales (terremotos, inundaciones, aludes, etc.)
- Explotación repentina y abusiva de recursos naturales
- Crisis financieras
- Cambios climáticos y sus consecuencias (desertización de terrenos)
- Contaminación ambiental
- Epidemias
La geografía emocional de nuestras ciudades cambia permanentemente. Cuando las dejamos y al tiempo regresamos a ellas, percibimos los contrastes. Lugares que antes convocaban a la reunión de amigos, a trabajar o divertirse, desaparecen o se desintegran lentamente sin cuidados. Arruinados, adquieren un significado nuevo. Nostalgioso. Mágico. Vacíos y cayéndose a pedazos comunican un pasado vital del que fuimos protagonistas. Hoy obsoleto y muerto.

El impacto de los lugares abandonados depende del tamaño que tengan. Cuanto más grande, más raros.

La relación entre la noche, los fantasmas y los lugares abandonados es un tema que tiene su origen en la literatura clásica de la Grecia antigua. Los textos de Plinio el Joven, Plauto y Luciano son los mejores y más arquetípicos ejemplo de todo ello.

Dijo Kevin Lynch en su libro Echar a Perder (p.156): “(…) hay cosas deterioradas, tierras deterioradas, tiempo deteriorado (perdido) y vidas deterioradas”.

El deterioro anida en nosotros. Está siempre presente, aún en los momentos en que no se hace evidente o es una mera proyección de futuro. Incómodo, irritante, el deterioro nos da miedo, pero al mismo tiempo nos fascina porque es parte de la vida. Un proceso maravilloso, trágico e inevitable.

¿Romanticismo? ¿Decadentismo? ¿Pesimismo? No lo creo. Abordar el tema del abandono y el deterioro es tomar el toro por las astas. Enfrentar la realidad y ver en ese proceso un hecho innegable que puede enseñarnos a rever nuestra actitud negativa frente al abandono, encontrando en él una cuota de belleza y enseñanza. No todo lo derruido es desechable.

Disfrutamos con el miedo. Un extraño equilibrio de amor y rechazo emerge cuando experimentamos un acontecimiento fuera de lo normal, o recorremos un lugar desconocido en condiciones extraordinarias. Caminar por un sitio abandonado, especialmente de noche (como tanto les gusta a los cazadores de fantasmas de la TV) constituye uno de los hechos “raros” al que podemos tener mayor acceso. Todos conocemos alguna casa vacía cerca de nuestro hogar y disponemos de linternas para poder internarnos en ella. No se requiere de alta tecnología. Sólo la voluntad para hacerlo. Ahora bien, ¿qué nos lleva a realizar semejantes “expediciones”? ¿El aburrimiento? ¿La búsqueda de emociones fuertes? ¿Un construido y artificial espíritu de aventura? ¿La vida desencantada de nuestras ciudades? ¿El deseo de romper con la rutina? ¿O, directamente, la voluntad de toparnos con algo que quiebre nuestro sentido de la realidad? En mi opinión, todos estos factores se mezclan a la hora de responder la pregunta inicial. Pero, ¿por qué ese sentimiento de miedo se incrementa en hospitales, hoteles o fábricas abandonadas? Tal vez la respuesta esté en que no tenemos selvas inescrutables a la vuelta de la esquina. Los sitios abandonados son nuestras selvas y bosques más accesibles. A ellos acudimos en busca de aventura.

Una teoría muy extendida en el mágico mundo de la parapsicología sostiene que los fantasmas no serían otra cosa que experiencias e imágenes residuales que, de un modo nunca explicado, el medio ambiente reproduce a modo de gigantesco grabador, cuando ciertas condiciones (tampoco explicadas) se dan en determinados lugares. Los “especialistas” dicen que las emociones fuertes, producto generalmente de hechos violentos o traumáticos (crímenes, torturas, accidentes) quedarían grabadas en esos sitios, para ser reproducidas espontáneamente cuando “algo” aprieta un invisible botón de “PLAY”. Y serían las paredes, pisos y techos de ciertos lugares abandonados (aunque no sólo en ellos) los ideales para que semejante “fenómeno físico” de grabación y reproducción pudiera darse. Si todo esto fuera verdad, nuestras construcciones operarían como una gigantesca cinta magnética. Qué maravilloso sería para los historiadores poder “ver” (In Live) sucesos del pasado de esta manera. Qué estimulante sería que esas “ventanas” fueran ciertas. Cuántos debates nos ahorraríamos. Cuánta información podríamos recabar de ese modo. Cuántas verdades aceptadas se vendrían abajo. Lo fantástico tiene siempre algo de subversivo. Y los lugares abandonados son sus guaridas predilectas.

Los lugares abandonados son un tema esencialmente romántico. Desde que las ruinas de la Primera Guerra Mundial despejaron la idea de Progreso del imaginario europeo-occidental, los sitios desvastados han dado pie a visiones románticas no exentas de pesimismo. La decadencia se hizo carne en miles de edificios y ciudades. Muchos pueblos quedaron vacíos y la falta de fondos, la desidia y el desgano, generaron que en muchos espacios -antes poblados- el óxido se convirtiera en rey. Las ruinas reemplazaron a las viviendas y la devastación volvió inútil lo que antes era útil. Todo esto generó un contexto emotivo que no murió con la Paz de Versalles, sino que se agudizó tras la invasión de Polonia en 1939 y los subsecuentes cinco años de la Segunda Guerra Mundial. Ya nadie confió en nada ni en nadie. La capa de civilización que creíamos tener resultó más delgada de lo que pensábamos. El hombre se convirtió en el lobo del hombre. Todo indicaba que Thomas Hobbes tenía razón: éramos malos por naturaleza. Los hechos así lo indicaban. Fue entonces cuando la idea de decadencia, expresada por Oswald Spengler en el período de entreguerras (1918-1939), empezó a adoptar formas más acordes a los problemas contemporáneos y transmutó en un eco-pesimismo hoy muy en boga. La idea de futuro se acotó a sólo horas y las proyecciones sobre el destino del hombre nunca más fueron halagüeñas, llegándose al extremo de poder definirlas como catastróficas. Uno de los abanderados de esa postura en extremo apocalíptica fue expresada durante la década de 1980 por Edward Abbey, quien escribió, en su libro Solitario en el Desierto (1988), lo siguiente: "Van y vienen hombres, suben y caen ciudades cuyas civilizaciones aparecen y desaparecen. La Tierra permanece, ligeramente modificada. El hombre es un sueño, el pensamiento una ilusión, y sólo la roca es real. La roca y el sol".

Como le ocurrió a Arnold Toynbee en 1912 cuando visitó las ruinas de un palacio barroco, construido por un príncipe veneciano en la isla de Creta, una reflexión melancólica me acompaña desde que conocí las desvastadas ruinas del pueblo cordobés de Miramar y los restos de la ya perdida Villa de Epecuén, en la provincia de Buenos Aires. En esos sitios el abandono y su consecuente decadencia, manifiestan cuán frágil son nuestras esperanzas y expectativas frente a las imparables fuerzas del tiempo y la historia.

Sófocles escribió en Edipo: "El tiempo destruye todo, nadie está a salvo de la muerte excepto los dioses. La Tierra decae, la carne decae. Entre los hombres se marchita la confianza y nace el recelo. Los amigos se vuelven contra los amigos y las ciudades contra las ciudades. Con el tiempo todas las cosas cambian: el deleite se troca en amargura y el odio en amor".

No deberíamos ser tan pesimistas respecto del futuro general de nuestra civilización al ver únicamente los lugares abandonados que salpican nuestras geografías urbanas. Éstos siempre han estado entre nosotros, pudiendo incluso considerarlos como parte misma del Progreso. Con cada paso que damos hacia delante algo siempre se sacrifica. Por ejemplo: un hospital especializado en el tratamiento de la tuberculosis que se cae a pedazos en algún rincón aislado, puede ser visto con ojos más optimistas e interpretar sus ruinas como el triunfo de la medicina sobre una enfermedad que antes producía centenares de miles de muertos por todo el mundo. Es decir que, aún en momentos de enorme optimismo, los lugares abandonados están presentes (lo estarán siempre) y que las opiniones que se derivan de ellos no son más que lecturas o interpretaciones culturales. Una construcción de la realidad y del futuro que poco tiene que ver con las ruinas mismas. Tanto las decadencias como el progreso las producen. Todo es una cuestión de actitud. Incluso la muerte puede ser vista como el natural traspaso de mando de una generación a otra. Y eso, necesariamente, no es malo en sí mismo.

Hay pueblos y ciudades abandonados donde es posible advertir cuán despiadada es la naturaleza y su capacidad de destrucción. Pero aunque nosotros queramos ver una intensión en ese proceso, la intensión no existe. Los seres humanos somos, en verdad, los despiadados y destructores. Lo que hacemos es humanizar lo que no es humano. Transferimos nuestras miserias y nos conformamos con ello.

Una isla solitaria en pleno océano; un faro sin un alma, abandonado, pero funcionando, pueden ser las notas esenciales para el comienzo de una buena película de misterio o terror. En este caso en particular, el abandono no implicaría decadencia o deterioro, como tampoco lo indicaría el hallazgo de un barco al garete, carente de tripulación, con todos sus aparejos en orden, sin signos de violencia, con la mesa servida y la comida a medio terminar. Historias y leyendas de este tipo se cuentan por decenas entre los marineros del mundo. Desde las misteriosas desapariciones a bordo del Mary Celeste en 1872 y el evanescente destino de los cuidadores del faro Flannan, en diciembre de 1900, la repentina desaparición de personas alimenta la fantasía de los fogones nocturnos y le dan a la palabra abandono un significado distinto al que hemos manejado hasta ahora. Un lugar recientemente abandonado, que conserve sus objetos de la vida cotidiana en perfectas condiciones y con signos de haber sido dejados en pleno uso -sin causa lógica alguna- no generan melancolía, sino miedo. La melancolía requiere de un componente indispensable: el paso del tiempo. Quizás por ese motivo la desaparición repentina de seres humanos sea uno de los temas más comunes en las historias de misterio (piénsese, por ejemplo, en toda la mitología contemporánea que gira en torno a famoso Triángulo de las Bermudas).

Como un buen queso roquefort, los lugares abandonados necesitan macerarse, asentarse con el tiempo, incluso pudrirse, para despertar las sensaciones de melancólica angustia que producen.

El miedo es un sentimiento poderoso. Controlado racionalmente puede resultar benéfico y colaborar con la supervivencia de las personas, pero sin control se transforma en una fuerza paralizante, irracional y destructiva, capaz de afectar a ciertos lugares al punto de producir en ellos serios daños que, ocasionalmente, conducen al abandono. Solemos evitar los sitios inseguros. Permanecemos en ellos cuando no quedan alternativas. Los soportamos, pero no los disfrutamos y, ante una mejor oportunidad, nos vamos de ellos. La historia de miles de propiedades (casas, hospitales, mansiones o pueblos enteros) dan testimonio de lo que decimos. En más de un caso el miedo exagerado ha sido el responsable primario de cierto pensamiento mágico y vitalista, aún a principios del tecnocrático siglo XXI. Piénsese sino en los efectos que producen ciertas leyendas urbanas en el comportamiento de la gente cuando dejan que un lugar se deteriore y venga abajo aduciendo “mala vibra”, “embrujamiento” o alguna otra causa extraordinaria o sobrenatural. Los vendedores de propiedades inmobiliarias saben lo difícil que resulta vender una casa con “mala fama”.

¿Podría usted vivir o pasar la noche, sin problema alguno, en un lugar donde alguna vez se cometió un crimen, se torturó gente o murieron decenas de individuos por enfermedades en su momento poco conocidas? Tal vez lo piense antes de hacerlo y, en el caso de que se decida, lo más probable es que lo mueva el afán de romper reglas (ser subversivo), violar un tabú o mostrarse en extremo valiente con sus amigos. ¿Por qué son así las cosas? ¿Por qué no aceptamos esos lugares como a cualquier otro? ¿Acaso no son meros edificios? Los lugares abandonados que tienen “mala fama” (justificada o injustificadamente) suelen despertar en las personas sentimientos y creencias que acompañan a la especie humana desde el paleolítico. En otras palabras, muchos creen que los objetos pueden tener ciertos poderes sobrenaturales (por ejemplo las reliquias en la Edad Media). El contexto ayuda. Un “pueblo fantasma”, un castillo en ruinas o una simple construcción abandonada condiciona a creer en la presencia de “algo” que va más allá de nuestro sentidos normales. Y no hay pensamiento racional, argumento o ciencia que haga a muchos pensar de lo contrario. Una estructura dura de larga duración parece entrar en funcionamiento, permitiendo la convivencia de lo real y lo imaginario. ¿Es posible que los ambientes o las cosas se contaminen “espiritualmente”? ¿Puede el mal contagiarse de algún modo? Un número enorme de adultos así lo cree, por más que las cosas no tengan intenciones. Aún así, parece que ciertos lugares conservan una esencia poco específica que es captada por los “creyentes”. El pensamiento mágico nos espanta y aleja de ciertos sitios abandonados.

En lo personal, uno de los lugares abandonados que mayor impacto me produjo fue la -literalmente- perdida Villa de Epecuén, del centro oeste de la provincia de Buenos Aires. Este pueblo de 1500 habitantes desapareció bajo el agua el 10 de noviembre de 1985 y, tras 25 años de estar sumergido en una de las soluciones salinas más densas del planeta, empezó a emerger hace un tiempo, revelando lo que de la villa quedó después de un cuarto de siglo. Es apoteótico. Escalofriante. Un espectáculo pocas veces visto que pone en evidencia muchos aspectos a considerar: desde aquellos que nos hablan de la desidia, ignorancia y desinterés de los políticos de turno hasta los otros que refieren al desequilibrio inestables que tenemos con la naturaleza. Todo contribuyó a que Epecuén sea hoy una ruina silente, blanca y salada. Es imposible, al recorrer hoy sus calles emergidas, conocer cuánta felicidad y proyectos se hundieron en la laguna. Cuánto dolor, aún vigente entre los ex-vecinos, se mantiene en cada lágrima vertida al recordar el caos. Y a pesar de estar “ahí”, Epecuén resulta ajena al forastero. Como resulta ajeno aquel año de 1985 para casi todo el resto del país. “El dolor del otro siempre es mucho menos doloroso”. Por eso los lugares abandonados son una mezcla de fantasías, construcciones metafóricas y desconocimiento. Mucho desconocimiento. Ignorancia pura. Ignorancia de las angustias, de las luchas inútiles, de la esperanza fallida. Quien no lo perdió todo jamás podrá sentir el pesar que los lugares como ése producen a los damnificados. Podemos sorprendernos, indignarnos, incluso maravillarnos. Así todo, sitios como Epecuén o Miramar (Córdoba), están muy lejos de los turistas que los visitan. ¿Turistas?... Sí. Pueblos destruidos por catástrofes atraen nuestra atención. Publicitados por algunos programas de TV, semejan los fenómenos del inmenso circo freak que fue la Argentina hasta hace poco tiempo: un país “del primer mundo” que dejó hundir a sus propios pueblos.

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