viernes, 20 de junio de 2014

Tierra y justicia para Curuguaty


6 policías y 11 campesinos murieron hace dos años en el enfrentamiento por una tierras. Paraguay posee uno de los modelos de tenencia más desiguales del mundo. Unas 300.000 personas reclaman aún una superficie que cultivar. Descargable: Informe de DDHH sobre el caso de Marina Kue. Fotogalería: Aniversario de la masacre.

por Alejandra Agudo

“Uno de mis hermanos murió. Otros dos cayeron presos y ahora están bajo arresto domiciliario”. Rodolfo Castro, de 29 años, recuerda escuetamente los acontecimientos en los que su familia quedó rota el 15 de junio de 2012. Ese día sucedió la conocida como masacre de Curuguaty (ciudad al este de Paraguay), en la que murieron 11 civiles y 6 policías en un enfrentamiento por 2.000 hectáreas de tierra llamadas Marina Kue que los campesinos reclamaban para sí, frente a la compañía de producción de soja Campos Morombí. Esta asegura que son de su propiedad. “Marina Kue m’ibae”, se lee en una pancarta que da la bienvenida al lugar en guaraní. “Marina Kue es del pueblo”.

Rodeada de planicies de plantaciones de soja y algún maizal, en Marina Kue crece aún la vegetación autóctona de Paraguay. Hasta allí se llega por un estrecho camino de tierra roja humedecida por la lluvia del otoño, a una hora caminando desde la carretera en cuyo margen los campesinos han levantado campamento de casas de madera y plástico para no olvidar lo ocurrido.

El pasado 15 de junio, con motivo del segundo aniversario, Marina Kue dejó de ser por unas horas un lugar solitario y silencioso. Unas 400 personas acudieron a rememorar a los muertos, campesinos y policías, y pedir justicia. Las lágrimas y la liturgia se mezclaron con la música y los bailes. “Así debe ser la vida”, dice Mario Castro, hermano pequeño de Rodolfo, mientras observa a las parejas que danzan entre risas. A pesar del hermano perdido y los dos acusados bajo arresto domiciliario, no se siente triste. “Tenemos que seguir luchando por la tierra y para tener un futuro”.

“El dolor ese día fue insoportable. No tenía que haber pasado lo que pasó”, continua Mario, entero. Su padre, Mariano Castro, integrante de la Comisión de víctimas y familiares de Marina Kue, acaba por perder el semblante y se echa a llorar. ¿Se arrepiente de haber estado allí con sus hijos? “No”, responde tajante y sin dudar, de pie al otro lado de la carretera donde se encuentra el campamento y se celebra fiesta de conmemoración. Él no puede pasar. La Fiscalía se lo prohíbe. Pero no está solo ni un momento, pues no deja de recibir gente que se le acerca para desearle que mantenga la fuerza. Entre ellos, un grupo de voluntarios españoles de Oxfam Intermón, organización que ha respaldado la causa de las víctimas de Marina Kue y nos ha traído hasta aquí. Ellos le entregan una pancarta con fotografías de personas de todo el mundo portando carteles de apoyo a su reivindicación.

Además de los Castro, casi medio centenar de personas, también niños pequeños, se encontraban aquel día en el asentamiento en Marina Kue. Llegó la policía. “Mucha, con helicópteros y todo”, recuerda Dolores Peralta en la puerta de su casa. Ella no puede salir: está bajo arresto domiciliario desde entonces, acusada de homicidio en grado de colaboradora, por asociación criminal e invasión de propiedad privada. Hubo un disparo que nadie supo nunca de dónde vino y empezó un tiroteo con terrible final: 17 muertos. “Pensábamos que iba a ser un desalojo normal”, dice soltando una carcajada irónica Martina Paredes, hermana del fallecido Luis Paredes. “Yo salí corriendo porque estaba con mi hijo de tres años. Me escondí, pero me agarraron por la tarde y en dos días estaba en la cárcel”, acierta a juntar las palabras mientras se seca las mejillas con la manga.

No era la primera vez que un grupo de campesinos ocupaban aquellas tierras desde que en 2004 iniciaron los trámites legales para reclamar la titularidad de las mismas. Ya habían acampado allí seis veces antes de la masacre. “Siempre de manera pacífica y con el objetivo único de marcar su presencia para reclamar que debían ser de uso agrario”, subraya Hugo Valiente, abogado coordinador del informe Derechos Humanos en el caso de Marina Kue y miembro del Instituto Base de Investigaciones Sociológicas.

Todas las ocupaciones anteriores terminaron con el desalojo tras una negociación con la Fiscalía y la Policía. Y con una pregunta: “¿Dónde está el título?”. Los ocupantes hacían notar con este interrogante que si el terreno era público -según lo establecido por la Reforma Agraria y la Constitución del país-, ellos tenían el derecho a trabajar en él porque la ley dice que la superficie del Estado deberá ser destinada a la agricultura familiar y tradicional por los llamados ‘sin tierra’. Estos son jóvenes hijos de campesinos para los que la chakra (tierra de cultivo) familiar ya no es suficiente porque son muchos a repartir y además desean formar su propio hogar.

El presidente del Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra (Indert), Justo Cárdenas, ha asegurado recientemente en un comunicado que Marina Kue “es del Estado”. Reconoce de esta manera que no pertenece a la empresa Campos Morombí, propiedad de una familia de terratenientes muy poderosa en el país dueña de las plantaciones de soja que asedian las 2.000 hectáreas en disputa y que reclama para sí. Pese a las declaraciones políticas y la documentación recogida por ONG como Oxfam Intermón, que corroboran la declaración del Indert a favor de los campesinos, diez años después de iniciado el proceso de solicitud de la titularidad, el asunto espera todavía resolución en los juzgados.

“El mecanismo histórico de los campesinos para obtener la tierra, y aceptado por el Estado, ha sido la ocupación”, apunta Clyde Soto, investigadora del Centro de Documentación y Estudios (CDE) de Paraguay. “Crean una comisión de sin tierra e inician los trámites legales para reclamar la titularidad del terreno que saben que es público. Pero solo con seguir el itinerario legal no vale. Ninguna petición se resuelve así. Lo que funciona es la ocupación, porque los campesinos fuerzan al Estado a reaccionar y entonces atiende la petición formal”, abunda esta experta en Derechos Humanos. A pesar de ello, Campos Morombí consiguió siempre que una Fiscal ordenara el desalojo de Marina Kue. El 15 de junio de 2012 los acontecimientos fueron, sin embargo, muy distintos.

Valiente asegura que podría haber sido "una matanza más de campesinos en América Latina”. Pero no lo fue. No solo porque trece de los que quedaron vivos están aún acusados de homicidio, asociación criminal y ocupación de propiedad privada, y esperan el inicio del pleito en la cárcel o bajo arresto domiciliario. Sino porque, además, aquellos acontecimientos pusieron fin, en un juicio político en el Parlamento de Paraguay, al Gobierno de Fernando Lugo. El conservador Partido Colorado le acusó de alentar a los campesinos, pero muchos en el país le recuerdan por sus políticas de mejora de servicios sociales como la sanidad y la educación. También porque intentó gravar con impuestos la exportación de la soja, negocio de grandes empresas y terratenientes como Campos Morombí. El hoy senador Lugo no resistió a su salida del Gobierno apenas una semana después de la masacre, y las víctimas de Curuguaty consideran que les abandonó.

“Curuguaty fue totalmente premeditado para quitar a Lugo. Ya había habido otros intentos de juicio político antes”, asegura Dionisio Borda, doctor en Economía y ex ministro de Hacienda, cargo que ocupó tanto con el partido conservador Colorado (2003-2005), como después durante el mandato de Fernando Lugo (2008-2012). “Lo sucedido en Curuguaty fue una vergüenza”, espeta.

Por eso, las familias de las víctimas se afanan en pedir justicia, no solo para que se libere a los acusados que están bajo arresto domiciliario y a uno que aún permanece en la cárcel, sino para que se inicie una investigación. La versión oficial de los hechos fue que los campesinos atacaron primero y los policías se defendieron. Así se puede leer en la prensa de entonces. Pero las únicas investigaciones realizadas sobre el terreno, llevadas a cabo por organizaciones de la sociedad civil, y las pesquisas de los abogados defensores, ofrecen un relato muy distinto. “Los exámenes periciales han demostrado que las armas que supuestamente tenían los campesinos y que se presentaron como prueba nunca habían sido disparadas o no estaban allí”, subraya Valiente, coordinador de uno de los estudios independientes.

“Nuestros presos tienen que ser liberados”, aclama el obispo de la Conferencia Episcopal de Paraguay, Mario Melanio Medina, arrancando el aplauso de los que han acudido al homenaje en Curuguaty. En la misa celebrada el domingo del aniversario, cerca de donde ocurrió la masacre, las fotografías de los fallecidos se convierten en lugar de peregrinación de familiares y amigos. Una mujer señala una de ellas. “Mira, mi Arnaldo”, dice sin dejar de santiguarse entre lágrimas a los que pasan a su lado. “Señor Jesús, te pedimos que se anule el juicio por los presos. Y un Paraguay con tierra para todos y con justicia social”, se escucha por megafonía. “Los poderosos usurpan las tierras que se dan a los ricos, los militares… de manera fraudulenta”, continúa el obispo. Y un grupo de campesinos coloca una pancarta frente al altar: “Marina Kue causa nacional. Lucha por la tierra. Muerte nunca más”.

“Tengo el deseo de hablar con ellos, aunque sea por teléfono. Una llamada”. Martina Paredes, hermana de uno de los fallecidos, se acuerda de los familiares de los agentes muertos. “Les diría que ellos también fueron asesinados, igual que nosotros, por un montaje. Que no somos delincuentes y nuestros allegados no estaban allí para matar policías, sino buscando una tierra para tener un futuro”. Para Hugo Valiente, las detenciones que se produjeron, todas de campesinos, no llevarán justicia tampoco a las madres, hermanos o hijos de los agentes.

Justicia. Es la petición que se repite entre los asistentes. Y tierra. Los campesinos de la comunidad quieren cultivar Marina Kue donde hace dos años se sembró muerte. “Curuguaty es más que una masacre. Es el máximo exponente de la lucha que mantienen miles de campesinos en el país por una tierra que les corresponde”, señala Valiente. Marina Kue es un ejemplo de la batalla de los pobres contra las grandes corporaciones y terratenientes poderosos que acaparan la riqueza natural del país. “El Censo Agrícola Nacional de 2008 destacó que el 2,5 % de las fincas posee el 85 % de las tierras censadas”, recoge el estudio La tierra en disputa, de Luis Rojas, economista integrante de Base Investigaciones Sociológicas de Paraguay.

Así, un informe de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) califica la estructura de la tenencia de la tierra en Paraguay como una de las más desiguales del mundo. La superficie de bosque autóctono del país va siendo engullida por las manchas marrones de planicie de las plantaciones de soja que salpican el paisaje. Mientras, 300.000 sin tierra reclaman unas pocas hectáreas de chakra para mantener un modelo de producción sostenible, familiar, de supervivencia. Entre ellos, los de Marina Kue.

“Lo que necesitamos es nuestra libertad”



Luis Olmedo y Doroles Peralta viven bajo arresto domiciliario. Han sido acusados de homicidio en la masacre de Curuguaty.

por Alejandra Agudo

Por un camino prácticamente intransitable porque la lluvia ha convertido la tierra en barro, se llega a la casa de madera de Luis Olmedo y Dolores Peralta, ambos de 24 años y que viven con su pequeño de dos, Jorge. Cualquiera que se acerque a su hogar, a 30 kilómetros de Curuguaty (ciudad al este de Paraguay), los encontrará allí sentados, quizá echando de comer a las gallinas o cocinando. Están bajo arresto domiciliario desde que salieron de la cárcel hace más de un año, acusados de homicidio, asociación criminal e invasión de propiedad privada, por las muertes de seis policías en los enfrentamientos que hace dos años tuvieron lugar en Marina Kue, donde ellos se habían asentado junto a otro medio centenar de familias para reclamar las tierras al Estado para trabajarlas y plantar maíz, mandioca o porote. De otro lado, una gran empresa de soja, Campos Morimbí, dice que son suyas.

Dolores pronto se echa a llorar. “Nunca en mi vida pensé que iba a pasar eso”. Recuerda aquel día con temor porque ella estaba allí con su hijo mayor que entonces tenía tres años. “Gracias a Dios no le pasó nada. Me empecé a sentir mal porque vino mucha policía, muchísima, con helicópteros y todo. Cogí al niño y me alejé con él y mi cuñada. Escondidos escuchamos el tiroteo”, acierta a recordar entre lágrimas. Con un problema crónico en su pie izquierdo que apenas puede mover cuando camina, Dolores no pudo ir mucho más lejos. La policía les encontró, les llevó a la comisaría y en dos días estaban en la cárcel. “Es muy triste. Y ahora estamos así”.

Luis sí se quedó con otros hombres para hablar con la policía. Como se hace casi protocolariamente en las habituales ocupaciones campesinas que suceden a la par que inician un proceso administrativo para que el Estado les deje trabajar la agricultura tradicional en terrenos de titularidad pública, como establece la Reforma Agraria. “Nos dijeron que no venían a hablar. Y empezó un tiroteo”, rememora. Luis asegura que cuando le cogieron y esposaron, le torturaron “muchísimo”. Como su mujer, dos días después estaba en la cárcel.

No solo perdieron su libertad, Dolores también fue separada de su hijo mayor. El padre del niño, una pareja anterior, se lo llevó y ella no ha vuelto a verlo. En la cárcel se enteró de que estaba embaraza de nuevo. Ese fue el motivo por el que, cuando el resto de campesinos apresados realizó una huelga de hambre de 58 días -entre ellos su marido- ella no pudo hacerla. “Luis casi muere, yo estaba muy asustada”, recuerda Dolores. A ellos les soltaron bajo arresto domiciliario. A Dolores no. Estuvo presa ocho meses y, unos días después de salir, dio a luz.

Jorge, ajeno a la historia y a la posibilidad de que sus padres sean condenados a 14 años de cárcel, ríe mientras gatea por el suelo de tierra de la casa y juega con un pequeño gatito pardo que le han regalado. Cuando su madre echa de comer a las gallinas, él también quiere ayudar. “Ya tengo muchas”, dice orgullosa Dolores. Aunque ponen huevos, no es suficiente para comer. Por eso, venden combustible en la puerta de su casa. “Nos lo traen por 6.000 guaraníes [1 euro] el litro y lo vendemos por 7.000”, explica. “Ya tenemos clientela”, dice mientras acude a atender a una chica que ha parado su moto frente al puesto.

La policía ha dado recientemente un permiso a Luis para trabajar en la ganadería enfrente de su casa. El coche de la policía pasa varias veces al día, además de las dos que paran para que firmen un papel que atestigua que no han huido. Luis y Dolores responden al vehículo con un gesto de saludo levantando la mano, que significa “aquí estamos”. Con todo, gracias a ese trabajo y a la venta de combustible, tienen algún ingreso para comprar comida, aunque no pueden salir al mercado. Son los amigos los que llevan la compra y las botellas de refresco llenas de gasolina de un rosa fosforito que, de tanto en cuando, una moto para a comprar. Solo pueden abandonar la casa excepcionalmente si tienen una urgencia con el niño o si piden permiso previamente justificando la causa.

Dolores ha intentado que la dejen ir a ver a su madre, que le insiste en que vaya a su casa. “Pero no puedo”, dice secándose con la manga de su rebeca las lágrimas que han vuelto a aparecer.

¿Tenéis miedo a volver a la cárcel? “No. No tienen nada contra nosotros. ¿Qué hicimos? No es malo pedir un pedazo de tierra”, contesta Luis. Dolores no lo tiene tan claro y se queja de que han pasado dos años desde aquel 15 de junio de 2012. El día 26 todo podría cambiar. Es la fecha en la que está previsto que empiece su juicio, aunque su abogado, ONGs paraguayas y Oxfam Intermón a nivel internacional han pedido que se posponga hasta que se resuelva el proceso judicial en el que se está dirimiendo la titularidad de la tierra. Si el juez estima que Marina Kue es del Estado, no podrían condenar a los acusados de invasión de propiedad privada ni de asociación criminal para la usurpación de tierras, como sostiene la fiscalía. En cuanto a las muertes, coinciden distintos defensores de Derechos Humanos del país, no se ha podido demostrar quién mató a quién porque las armas que se presentan como prueba de que los campesinos tirotearon a los agentes nunca han sido disparadas o nunca estuvieron en Marina Kue.

“Los campesinos corrimos. Y los que se quedaron, murieron”, zanja Luis sentado junto a su esposa con la mirada perdida en el suelo. “Lo que necesitamos es nuestra libertad”, termina ella.


Alejandra Agudo, Tierra y justicia para Curuguaty, 17/06/14, El País.
Alejandra Agudo, “Lo que necesitamos es nuestra libertad”, 17/06/14, El País.

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