domingo, 12 de octubre de 2014

Camino a la muerte

Imagen de dos fosas clandestinas encontradas cerca de Iguala.. Foto: Eduardo Verdugo/ AP

Recorrido por la montaña de Guerrero y las fosas en las que los narcopolicías detenidos dicen haber asesinado y quemado a los estudiantes mexicanos.

por Juan Diego Quesada

El Camino Real de Iguala, una vereda de tierra y piedras con casitas humildes a los lados, se estrecha hasta hacer imposible el paso de los coches. A partir de ahí hay que abrirse camino a machetazos; se dice en el lugar que hasta los perros llevan un machete encima. Esta es la senda -una hora a pie monte arriba- que conduce al cerro de Pueblo Viejo, donde las autoridades mexicanas encontraron 28 cadáveres calcinados. Lo que queda de la matanza que tiene en vilo a México es un cinturón, un sombrero de paja colgado en la rama de un árbol, unos pantalones de mujer y algunos restos óseos que el servicio forense parece haberse olvidado. Se trata de un lugar apartado, semiselvático, casi inaccesible: territorio con el sello del narco.

La reconstrucción que los investigadores están haciendo del caso sitúa en el principio de este camino a la muerte de los estudiantes de magisterio desaparecidos hace más de una semana. La policía municipal, según esta versión ofrecida por sicarios y agentes detenidos, detuvo a los jóvenes después de reventar un acto de la mujer del alcalde de Iguala (de unos 140.000 habitantes) y tras secuestrar unos autobuses con los que pretendían desplazarse. En un primer tiroteo por las calles de la ciudad mataron a dos de los estudiantes. El resto, en un número todavía por determinar, fueron trasladados al patio de la comisaría y allí supuestamente entregados a unos sicarios de un cartel llamado Guerrero Unido. Los narcotraficantes estaban molestos por la intromisión en su territorio de estos chicos, de entre 19 y 23 años, a los que consideraban unos alborotadores.

"Los asesinos tuvieron que llegar hasta esta bifurcación en camionetas y trasladar a las víctimas a pie. No hay de otra", dice un guía en las faldas del cerro. El camino escarpado de unos dos metros de ancho, rodeado de espesa vegetación y lianas que hay que esquivar, comienza a estrecharse tras 20 minutos de caminata. A partir de ese momento, solo se puede ir en fila india. "Ya podemos oler la putrefacción", añade un miembro de la comitiva de la Comisión Nacional de Derechos Humanos que inició este lunes la ascensión hasta las fosas. Los servicios de rescate han dejado a su paso mascarillas, botas y cubrebocas tirados en el suelo. El último tramo que lleva hasta la zona donde se encontraron los cadáveres es especialmente empinado y desde ahí ya se puede observar la cinta amarilla de la policía: "Precaución".

Las fosas se encuentran en medio del cerro, en una hendidura oculta tras los árboles. La maleza, las pendientes y los animales salvajes convierten el lugar en territorio inalcanzable para las autoridades. Ha sido durante años escondite de los carteles. Ocultarse en el monte es una costumbre muy arraigada en la tradición guerrillera de la región. Aquí, creen los investigadores, los sicarios ejecutaron a las víctimas y las fueron arrojando a los agujeros cavados esa misma noche. Colocaron cuerpos, troncos de madera y más cuerpos formando una pira que encendieron con gasolina. Los restos de la fogata -ropa, botellas, colillas- aún pueden apreciarse. Se necesitaron de cuatro y hasta cinco miembros del Servicio Médico Forense (Semefo), sujetados por una cuerda, para bajar los cadáveres. Las pruebas de ADN para confirmar la identidad de los fallecidos se puede prolongar durante semanas que pueden hacerse eternas en una situación tan tensa como la actual.

Las familias de los estudiantes, también llamados normalistas, no han visitado las fosas porque no creen que sean los restos de los suyos y dudan de la versión oficial que habla de la connivencia entre el narco y la policía. Iguala está lleno de carteles con la cara de los alumnos desaparecidos y una oferta de recompensa de 77.000 dólares para quien de una pista que conduzca hasta ellos. "Vimos que los policías se los llevaron. No puede ser posible que fuera el crimen organizado. Nosotros no les hemos hecho nada a ellos. Se están queriendo lavar las manos diciendo que fue el crimen organizado", dijo este lunes un portavoz de los estudiantes que pertenecían a la escuela de un municipio cercano, el de Ayotzinapa. El caso que ha movilizado al presidente Enrique Peña Nieto y ha puesto en cuestión la capacidad de controlar el territorio del gobernador de Guerrero presenta todavía muchas incógnitas. El alcalde de Iguala y su jefe de policía, de quien se sabe desde hace un año por informes federales que trabajaban para el narco, están prófugos.

A un lado de la vereda por la que transitaron asesinos y víctimas vive un taxista. El domingo bautizó a su hija más pequeña en una carpa que montó con la ayuda de un cuñado. Los invitados bebían tequila y comían carnitas mientras el servicio forense bajaba del monte los cadáveres encontrados. Policías y militares que llevaban horas trabajando sin descanso en la recuperación de los cuerpos se unieron al banquete. El taxista no puso muy alta la música por respeto a los muertos pero fue a la tienda a comprar más alcohol y comida para consolar a los vivos.

Todos bajo sospecha en Iguala

La policía de Peña Nieto toma el control de la ciudad tras la matanza de los estudiantes.


por Juan Diego Quesada

La Policía Municipal de Iguala era severa a la hora de aplicar las reglas de circulación. A los coches aparcados en la zona roja o en doble fila les quitaba la matrícula y no se la devolvía al conductor hasta que pagara el último céntimo de la multa. Los agentes empleaban la misma lógica con los vecinos que tenían ahorros. Una semana antes de la masacre de los estudiantes que ha puesto a Iguala en la mira internacional, raptaron a un chófer de autobuses y no lo liberaron hasta que su familia pagó los 600 dólares que exigían por el rescate. En esta tierra donde se secuestraba indistintamente la placa de un vehículo o a un ciudadano de a pie, las autoridades son sospechosas de haber vivido durante años al servicio del crimen organizado.

El alcalde de Iguala, José Luis Abarca, prófugo desde que el viernes 26 de septiembre desaparecieran en su ciudad 43 alumnos de magisterio y fueran encontradas días después seis fosas clandestinas con 28 cadáveres pendientes de identificar, tiene vínculos con los Beltrán Leyva, un cartel familiar con muchos años en el negocio. Los dos hermanos de su mujer, muertos en 2009, fueron operadores en esa organización, el máximo rango tras la cúpula. El partido de Abarca, el PRD -la izquierda mexicana-, tiene denuncias internas que le acusan de haber asesinado a 3 oponentes de su propia formación. Esta información la manejaba desde hace un año el Cisen, el servicio secreto del Gobierno. Tras la masacre, todos los políticos de los alrededores están bajo sospecha.

Ángel Aguirre, el gobernador de Guerrero, un Estado sin control y con una de las tasas más pobres del país, anunció este martes que los 81 alcaldes de la región y sus respectivas policías serán investigados a fondo y las conclusiones serán enviadas al Gobierno del presidente Enrique Peña Nieto. “Sabemos de la infiltración de la delincuencia en varios municipios […] Desde ahora estamos exigiendo que, con el apoyo del Gobierno federal, en aquellos casos que podamos acreditar que hay policías como en Iguala podamos actuar pronto y de manera resuelta”, dijo el gobernador. El propio Aguirre, también del PRD, está siendo muy cuestionado y son muchas las voces que piden su dimisión. En un momento de arrebato amagó con hacerlo, pero no lo concretó: “Si eso resolviese la situación, no tengo ningún inconveniente en irme”.

Detenidos 22 policías de Iguala y el resto de la plantilla suspendido de empleo y sueldo por sus nexos con los Guerreros Unidos, un cartel local, el control de la ciudad lo ha tomado la gendarmería y la policía federal llegada desde la Ciudad de México. Fuertemente armados, los agentes se desplegaron por todo el municipio y por la noche se hospedaron en los hoteles del centro. “Nos avisaron de repente y nos dijeron que vamos a estar por acá unos dos meses”, dijo una oficial que descargaba de un camión una impresora y unos ordenadores. Más que una intervención puntual parece una mudanza.

Los policías, sin pasamontañas y más cordiales que los adustos militares que han combatido años atrás a los carteles, se hicieron selfies con los vecinos y hablaron con normalidad a las señoras que iban a la compra o los abuelos que echaban la tarde en la plaza. Es la nueva cara que pretenden dar las policías de Peña Nieto tras años de muy mala imagen. Los Guerreros Unidos no fueron tan amables en su bienvenida y colocaron en las calles una narcomanta que sonaba a toque de corneta: “Gobierno federal y estatal y a todos los que nos apoyaban, se les exige que liberen a los 22 policías que están detenidos. Les damos 24 horas para que los suelten, si no aténganse a las consecuencias. Empezaremos a poner nombres de la gente que nos apoyaba del gobierno… ya empezó la guerra atte: GU”.

En tiempos de incertidumbre como este, los vecinos se informan a través de páginas ciudadanas de Facebook. Miembros de grupos como Solo Chilpo o Solo Iguala informan en tiempo real de lo que está ocurriendo en ese momento frente a sus ojos. “Ahí está todo el chismerío. El viernes pasado leí que había una balacera cerca de aquí y bajé las persianas de mi local. Después resulta que habían matado a dos al ladito”, cuenta Carlos, el propietario de un cibercafé. Solo Chilpo ha recibido 200.000 visitas diarias en los últimos días. A cada rato la página se vuelve inaccesible por el exceso de tráfico.

Los cadáveres encontrados en el cerro siguen sin identificar. Las fosas han sido abandonados tras la exhumación del servicio forense y solo quedan algunos restos de las víctimas como pantalones, cinturones y sombreros. Se tarda en llegar una hora a pie a lo alto del cerro. La hipótesis principal que manejan los investigadores es que la policía de Iguala detuvo al grueso de los estudiantes -a dos de ellos los mató a balazos, a un tercero lo desollaron y le sacaron los ojos- y los trasladó a la comisaría, donde fueron entregados a los sicarios del cartel. Los criminales estaban muy molestos porque los alumnos, habituales protagonistas de las protestas en reivindicación de los derechos de los profesores y contra el sistema en general, hubieran venido a su territorio a armar jaleo.

De la comisaría los jóvenes fueron llevados a un monte a las afueras de Iguala, donde fueron ejecutados y enterrados tras ser quemados en una pira. El número de cuerpos encontrados no coincide con el de los desaparecidos: hay una diferencia de 12. El asunto presenta todavía muchas incógnitas. Los alumnos de magisterio de la escuela de Ayotzinapa se niegan a creer que esos huesos calcinados pertenezcan a los de sus compañeros y colocaron fotografías de los suyos en la puerta de la fiscalía. Nadie parece metabolizar un horror como este.

Normalistas, la piedra en el zapato de los gobiernos mexicanos

La desaparición de 43 estudiantes en Iguala y la aparición de fosas vuelven a poner el foco sobre el colectivo de origen revolucionario.

por Paula Chouza

“Alerta en estos momentos en Ayotzinapa... se sabe de alumnos heridos en un enfrentamiento con la policía... confirmaremos enseguida”. Este escueto mensaje, como llamada de auxilio, fue emitido en redes sociales la noche del 26 de septiembre desde el grupo de Facebook de la escuela normal rural Raúl Isidro Burgos, uno de los canales que los alumnos de magisterio utilizan para dar voz a sus reivindicaciones desde 2011.

El centro educativo, que recibe estudiantes de las zonas más desfavorecidas de varios Estados del país y que opera en régimen de internado, se describe como una institución “formadora de hombres libres, íntegros, dignos representantes de la carrera magisterial”. A los normalistas de Ayotzinapa, en Guerrero, se les considera un colectivo bien articulado, de corte socialista y asambleario. Su capacidad organizativa les permite realizar protestas, bloquear calles o secuestrar autobuses de líneas comerciales con relativa frecuencia. Como en el Estado aledaño de Oaxaca, es común verlos apostados en los peajes de las autopistas, con el rostro cubierto, pidiendo una contribución a los automovilistas. De este modo financian sus actividades como los desplazamientos y la comida de los alumnos que acuden a comunidades alejadas a realizar prácticas. La desaparición de 43 estudiantes hace apenas 10 días en la ciudad de Iguala y el hallazgo posterior de varias fosas con 28 cuerpos ha vuelto a poner el foco sobre un colectivo de origen revolucionario que se ha convertido, con el paso de las décadas, en un dolor de cabeza crónico para los sucesivos gobiernos del país.

Las escuelas normales, como se llama en México a los centros educativos que imparten la licenciatura de Magisterio, nacieron con la Revolución Mexicana (1910), cuando el país era una sociedad fundamentalmente campesina. José Vasconcelos, rector de la Universidad Nacional Autónoma de México y ministro de Educación entre 1921 y 1924, emprendió una cruzada por la educación basada en los maestros rurales, figura elegida para expandir el espíritu de la revolución. “Se pretendía dar a los mexicanos sentido de país. El maestro enseñaba lo mismo a leer y a escribir que a hacer jabón o carpintería”, relata el historiador y académico Lorenzo Meyer. “Fue un periodo difícil, en los años veinte los maestros lo pasaron mal, los cristeros no los aceptaban y acabaron matando o mutilando a muchos”, añade.

El problema llegó cuando México dejó de ser rural y el Gobierno revolucionario. “Estas escuelas tenían una visión de izquierdas, radical, así que quisieron cerrarlas, pero no era una tarea sencilla, porque también representaban una oportunidad para la gente del campo”. De la normal Raúl Isidro Burgos emergieron dos grandes líderes guerrilleros de los años sesenta y setenta del siglo pasado: Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas, a quienes aún hoy los alumnos veneran. Este último, que siendo maestro organizaba y asesoraba a los campesinos acerca de sus derechos, fundó el grupo armado Partido de los Pobres. El Estado de Guerrero fue víctima de la represión militar y política durante la llamada Guerra Sucia (décadas de los sesenta y setenta) y hoy en día, en la sierra, se encuentran algunos de los municipios con menos recursos de todo el país.

En 2013, la aprobación de la reforma educativa propuesta por el Gobierno de Peña Nieto, que entre otras medidas introducía un sistema periódico de evaluación para los maestros, provocó la furia del gremio (estudiantes y docentes), que con especial virulencia en Guerrero, se echó a la calle en varios Estados del sur de la República. En septiembre de ese año, a dos días de la fiesta de la Independencia y después de varios meses de constantes bloqueos en la capital, la Policía Federal entró en el Zócalo de la Ciudad de México para desalojar a miles de maestros atrincherados. Debilitado el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), el mayor de América Latina, tras la captura de su líder, Elba Esther Gordillo, la protesta fue dirigida por la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación. La reforma se aprobó y el Ejecutivo del PRI le ganó el pulso al magisterio.

Históricamente, un normalista que entraba en una escuela pública después de cursar la secundaria [hoy es necesario acceder después del bachillerato o equivalente], al terminar su formación de cuatro años obtenía un puesto de trabajo de forma automática. Ahora las plazas salen a concurso y ya no es posible heredarlas. “La ausencia de garantías para la transparencia en los procesos de adjudicación en Estados como Guerrero o Oaxaca era uno de los principales reclamos de los normalistas en las movilizaciones de 2013”, explica la maestra del Instituto Politécnico Nacional María Eugenia Flores.

Este miércoles el colectivo ha vuelto a poner a prueba su capacidad de convocatoria con nuevas manifestaciones en todo el país, para exigir responsabilidades por la desaparición de 43 alumnos.

Ayotzinapa espera en vilo a los suyos

Familiares y compañeros de los estudiantes desaparecidos apuran la esperanza de recuperarlos.

por Juan Diego Quesada y Pablo de Llano

En la escuela normal rural de Ayotzinapa, una cancha de baloncesto cubierta es la sala de espera de dos desenlaces posibles: la confirmación de una tragedia o un milagro improbable. Los 43 estudiantes desaparecidos en el Estado mexicano de Guerrero siguen sin aparecer. Hace dos semanas que en la ciudad de Iguala policías locales y narcos aliados se los llevaron de noche después de que los alumnos interrumpieran un acto de la esposa del alcalde, supuestamente involucrado en el crimen organizado y ahora prófugo. En un monte se han hallado fosas con cuerpos calcinados pero no se sabe si son los desaparecidos, todos ellos hombres y alumnos de primer y segundo curso de magisterio.

Ayotzinapa es un internado donde jóvenes de familias pobres estudian para ser profesores en áreas rurales. Los padres de los chicos, sentados en la cancha de baloncesto con un altar en el medio, se resisten a creer que los cadáveres encontrados sean los suyos. “Los queremos vivos”, dice el padre de un alumno desaparecido, de 21 años, apodado Tlaxcalita. “Se los llevaron y nos los tienen que devolver. No me voy a ir de aquí sin mi hijo. Usted ya tiene su número de teléfono, cuando aparezca quede con él. Creo que se van a llevar muy bien”, cuenta el padre.

A unos metros de donde está sentado, un pastor evangélico agita una Biblia en esta escuela magisterial de tradición marxista, con Lenin, Marx y el Che Guevara presidiendo el mural del espacio deportivo. En el comedor, donde varios estudiantes comen frijoles y tortillas de maíz, suena una canción cuyo título se lee en una pantalla de televisión: Tiempos de revolución. El reverendo, rodeado de familiares, sentencia: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”.

Poco antes del acto religioso, hasta la escuela llegó la noticia de que las autoridades habían hallado cuatro fosas más -sumadas a las seis de hace una semana-, con un número indeterminado de cadáveres calcinados. El fiscal general Jesús Murillo Karam dijo que las localizaron gracias a la confesión de cuatro detenidos. En total han sido arrestadas 34 personas relacionadas con la matanza, 26 de ellas policías municipales.

Murillo Karam añadió que están intensificando la búsqueda del alcalde de Iguala y su esposa. La Marina detuvo el miércoles al cuñado del alcalde, supuesto cabecilla de la mafia local Guerreros Unidos.

A la escuela han llegado como apoyo alumnos y alumnas de institutos rurales de otras partes de México. Se suman a los cientos de internos de Ayotzinapa y de familiares y amigos que están de guardia atentos a cualquier novedad, la mayoría tirando de esperanzas y otros con signos claros del miedo a lo peor. Los padres de Jorge Álvarez Nava, de 19 años, también desaparecido, contaban que quería ser doctor pero se tuvo que conformar con entrar en esta escuela gratuita de magisterio, que tocaba la guitarra, que desde pequeño tuvo sinusitis y no pudo trabajar en el campo. A medida que daban detalles, se conmocionaban. “La última vez que lo vi fue en agosto, cuando vine aquí a una reunión”, dice su padre, Epifanio Álvarez. “Nada más me vino un ratito a saludar. Lo abracé y le dije que me hablara para cualquier cosa que necesitase”.

En una explanada a la espalda de un edificio de habitaciones de los estudiantes, hay una treintena de vehículos aparcados. Los alumnos cuentan con un presupuesto muy bajo e infraestructuras limitadas. En un barracón para 50 estudiantes los baños tienen tres duchas y tres retretes, uno de ellos inservible. Para financiarse, se apropian de la carga de camiones de comida y bebida que pasan por las carreteras cercanas. Como muestra de fuerza en esta situación, se han hecho temporalmente -dicen- con camiones privados de pasajeros y tráilers de transporte de compañías multinacionales. “Están confiscados por los alumnos”. Un estudiante que vigila la mercancía señala: “Los devolveremos cuando nos traigan de vuelta a nuestros compañeros”. Ayotzinapa se aferra al milagro.

La crisis de Iguala se convierte en una tormenta política en México

La desaparición de los estudiantes genera una oleada de consternación sin precedentes en el mandato de Peña Nieto.

por Jan Martínez Ahrens

La cuenta atrás se ha acelerado en México. El descubrimiento de otras cuatro fosas clandestinas en Iguala y las nuevas confesiones de sicarios van despejando las últimas dudas sobre el paradero de los 43 estudiantes normalistas desaparecidos. Todo está listo para estallar. Solo falta la confirmación oficial de que los cadáveres calcinados y enterrados de mala manera en las afueras de la pequeña ciudad de Guerrero pertenecen a los alumnos de magisterio detenidos por la Policía Municipal la noche del 26 al 27 de septiembre tras una salvaje persecución que acabó con seis muertos y 17 heridos. Pocos dudan de este desenlace, pero mientras llega, el país asiste a una oleada de consternación sin precedentes en el mandato del presidente Enrique Peña Nieto.

A las multitudinarias manifestaciones de los padres y compañeros de los estudiantes, amparadas en una fortísima marea de solidaridad, han seguido las exigencias de organizaciones internacionales, entre ella la propia ONU, para que se resuelva con celeridad el caso. Los nubarrones han adquirido un color político oscuro. Intelectuales y empresarios se han sumado al malestar. Y han apuntado al corazón del problema: la incapacidad de las fuerzas de seguridad de domar la violencia, lentas y torpes a la hora de detener a criminales que se permiten secuestrar y hacer desaparecer estudiantes por decenas.

El Gobierno, consciente del terremoto que se avecina, se ha puesto manos a la obra. El pasado lunes el propio Peña Nieto, en un mensaje televisado, se mostró “indignado” por los hechos y anunció que no dejaría el más mínimo resquicio a la impunidad. Acto seguido, envió a la Gendarmería, la nueva fuerza de choque contra el narco, a tomar el control de Iguala. El mismo camino siguió el director de la Agencia de Investigación Criminal, Tomás Zerón, el hombre que capturó a El Chapo Guzmán, el narcotraficante más buscado del planeta. Pero estas medidas no han logrado calmar los ánimos.

El presidente, una figura que en México suele planear por encima de los vendavales cotidianos, ha tenido que insistir otra vez en que los culpables caerán y que nada le torcerá el pulso en su persecución. “Tenemos que ir en profundidad y, paso a paso, llegar hasta los responsables, aquellos que por negligencia o por su actuación permitieron que esto ocurriera y que lamentablemente, de confirmarse, permitieron que perdieran la vida jóvenes estudiantes. Se trata de un hecho verdaderamente inhumano, prácticamente un acto de barbarie, que no puede distinguir a México”, ha declarado Peña Nieto. A sus palabras se han sumado, en rigurosa cadena, las más altas instancias de la seguridad mexicana. Uno tras otro, han intervenido para mostrar el denuedo gubernamental en la resolución del caso.

El volcán, pese a esta movilización oficial, no ha dejado de humear. La onda expansiva generada por la desaparición de los muchachos, de extracción humilde, las imágenes de sus padres destrozados y la cólera de numerosos intelectuales y amplios sectores sociales amenaza con traspasar los diques de contención y alcanzar la fibra más sensible y mimada del Ejecutivo: la economía. Hasta el secretario de Hacienda, Luis Videgaray, poco dado a tratar sobre cuestiones de seguridad, ha advertido públicamente que cualquier percepción negativa sobre México puede afectar la atracción de capital, el principal empeño de esta Administración.

El escándalo por el secuestro y más que posible asesinato de los normalistas no nace solo, sino que recoge un malestar previo, difuso, pero amplio, del que ya dio aviso la llamada matanza de Tlatlaya. Una operación militar contra el narco, en la que a finales de junio murieron 22 personas. La sangría se presentó a la opinión pública con una inverosímil versión, que sostenía que las muertes habían sido fruto de un enfrentamiento a tiros. El relato fue avalado, pese a sus innumerables contradicciones, por la escala completa de autoridades encargadas de la investigación oficial. Toda esta defensa saltó por los aires cuando, gracias al testimonio de una superviviente, se descubrió que los militares habían matado a sangre fría a 21 de los supuestos narcos. Este brutal episodio de la guerra sucia, aunque fue sancionado con una fulminante reacción presidencial, que condujo al encarcelamiento de los militares implicados, abundó en la erosión que sufren los responsables de la seguridad. A esta desconfianza se ha añadido la raquítica reacción política en el propio estado de Guerrero, gobernado por Ángel Aguirre, un dinosaurio de modos caciquiles durante cuyo mandato el territorio ha caído bajo el imperio del narco, convirtiéndose en el más violento de México. Su resistencia a abandonar el cargo ha aumentado la tensión, enlodado a su propio partido, el PRD (izquierda), y catapultado la sensación de que nada ha cambiado.

En esta olla a presión, las investigaciones avanzan con exasperante lentitud. De momento, la procuraduría ha detenido bajo la acusación de homicidio a 34 personas, entre policías municipales y sicarios (indistinguibles en muchos casos). Pero ninguno de los arrestados dejan de ser más que peones de un juego mayor y oscuro. Los autores intelectuales siguen libres. Tanto el alcalde de Iguala como el jefe de la Policía Municipal están en paradero desconocido. En el caso del regidor, cuyos vínculos familiares con el narcotráfico emergen día a día con más claridad, se ha descubierto, para mayor escándalo, que goza de un blindaje judicial, concedido por un magistrado federal a los dos días de los hechos. Esta salvaguarda reafirma su aforamiento e impide detenerle hasta nueva orden. Tampoco ha caído ningún cabecilla del sanguinario cartel de los Guerreros Unidos, la organización que controla Iguala y cuyos sicarios, en connivencia con la Policía Municipal, dieron muerte, según las confesiones de dos detenidos, a los estudiantes, que simplemente se habían apoderado de tres autobuses y reventado un acto de la esposa del alcalde. Una demostración de poder enloquecida y criminal que aún no ha sido sancionada. La cuenta atrás no ha terminado.

Fuentes:
El camino a las fosas de Iguala, 06/10/14, El País. Consultado 12/10/14.
Juan Diego Quesada, Camino a la muerte, 07/10/14, El País. Consultado 12/10/14.
Juan Diego Quesada, Todos bajo sospecha en Iguala, 07/10/14, El País. Consultado 12/10/14.
Paula Chouza, Normalistas, la piedra en el zapato de los gobiernos mexicanos, 07/10/14, El País. Consultado 12/10/14.
Juan Diego Quesada, Pablo de Llano, Ayotzinapa espera en vilo a los suyos, 10/10/14, El País. Consultado 12/10/14.
Jan Martínez Ahrens, La crisis de Iguala se convierte en una tormenta política en México, 11/10/14, El País. Consultado 12/10/14.

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