viernes, 25 de noviembre de 2016

Dos incendios en Lima revelan los espejismos del crecimiento

A principios de noviembre, un incendio consumió gran parte del asentamiento del grupo indígena Shipibo-Conibo, que llegó a Lima a causa de la violencia política en la Amazonia hace más de dos décadas. Carlos Lezama/ Agence France-Presse, Getty Images

por David Hidalgo

Lima. Esta ciudad se ha vuelto un lugar donde muchas cosas se traslucen con el fuego: hace poco se quemó un barrio pobre y quedaron al descubierto extrañas maniobras políticas del actual alcalde sobre el manejo de la ciudad; días antes se quemó una fábrica de zapatos en un distrito popular y la muerte de tres bomberos fue otra muestra de heroísmo en la precariedad; a mediados de año se quemó una galería de tiendas en el Centro Histórico y el siniestro aumentó la secuela de edificios consumidos en uno de los sitios patrimoniales más amenazados del mundo.

El último episodio de esta racha calcinante ha sido el incendio el 16 de noviembre en Larcomar, un centro comercial que por épocas puede recibir más visitas que Machu Picchu. Hasta hace unos días era un símbolo del Perú cosmopolita. Ahora es evidencia de un crimen que podría involucrar a empresarios y autoridades: cuatro personas murieron porque este lugar exclusivo escondía una trampa sin salida.

La tragedia ocurrió de mañana, en el distrito turístico de Miraflores, una zona que alberga a los mejores hoteles de la ciudad. Larcomar es una ostentación de la ingeniería al borde de unos acantilados frente al mar. El complejo reúne varios restaurantes gourmet, discotecas, boutiques de moda y un cine con varias salas subterráneas que hasta hace poco lucían muy modernas y ahora parecen de una flagrante imprudencia.

Aunque todavía se espera el informe final sobre el origen del fuego, los medios han dado detalles escalofriantes: el lugar no tenía aspersores, los pasillos estaban bloqueados por puertas y rejas, y la estructura de las instalaciones interiores había sido modificada sin autorización previa. Según ha contado el propio alcalde del distrito, los vestidores para los empleados habían sido transformados en oficinas administrativas. Allí serían encontrados los cuerpos de tres de las víctimas. Entraron para refugiarse y terminaron asfixiados.

Pocos días antes, en un sector opuesto de Lima, otro incendio había arrasado con más de 400 casas de materiales rústicos en Cantagallo, la primera comunidad indígena urbana de Perú. El fuego de una vela caída acabó de manera fulminante con ese asentamiento, construido sobre un antiguo relleno sanitario, no muy lejos del Palacio de Gobierno. Pronto se supo que los damnificados no debían estar allí: si los planes de la gestión municipal anterior se hubieran cumplido, ahora debían estar en un conjunto habitacional especialmente construido con parte de un fideicomiso; pero la nueva gestión municipal decidió usar el dinero para construir un paso de vehículos que muchos consideran innecesario. Un niño que terminó con medio cuerpo quemado murió a los pocos días. Para entonces la atención nacional ya estaba en la tragedia de Larcomar.

En un país donde se producen unos diez mil incendios al año, la tragedia es un termómetro social: solo causa alarma cuando llega a los niveles más altos. En las redes sociales, y aun en los medios, el incendio de Cantagallo no dejaba de parecer una desgracia dolorosa pero marginal, casi en las periferias del progreso, hasta que otra desdicha golpeó un buque insignia de la prosperidad y de pronto la amenaza capturó el imaginario general: la agenda de los noticieros ha pasado de los asaltos callejeros a los incendios, los municipios organizan inspecciones mediáticas a sus mercados, y los congresistas y políticos hacen llamados a revisar las normas de seguridad para los establecimientos comerciales y los espacios públicos.

Lima es víctima de sus espejismos: en el 2012, un diario económico lanzó la noticia de que en Perú había más de 25 mil personas con más de un millón de dólares en sus cuentas bancarias; en el 2013, un portal de noticias celebró que en el país había más de dos mil millonarios; en el 2014, cuando ya se advertía que la prosperidad podría no durar tanto, tal vez al gobierno le pareció razonable emitir un decreto para moderar la burocracia en favor del libre mercado: la medida liberó a los comercios y negocios de la obligación de renovar cada dos años su certificado de defensa civil, que garantiza el cumplimiento de las normas de seguridad. Una vez obtenido, el documento no caduca a menos que el negocio haga cambios que supongan riesgo para desplazarse ante una emergencia, como un incendio.

El entusiasmo económico conspira contra el instinto de supervivencia: tan solo en el centro de Lima hay catorce mil locales que funcionan sin este certificado y más de nueve mil que ya no están obligados a renovar el que tienen. Esto, en la misma ciudad donde el incendio de un mercado popular en el 2001 dejó 300 muertos y cientos de desaparecidos; en la misma ciudad donde un año después la palabra Utopía quedó fundida con la muerte de 29 jóvenes en el incendio de una discoteca de lujo; el mismo país donde el poder judicial compensó a los deudos del incendio en el mercado con el equivalente a unos 200 dólares por víctima y a los del segundo con un monto cien veces mayor.

En octubre, con una diferencia de pocos días, se quemó un almacén del Ministerio de Salud y luego otro del Ministerio de la Mujer. En noviembre, dos días después del incendio de Larcomar y mientras Lima estaba en alerta máxima por la cumbre del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), otro fuego destruyó un local de empleados de la Fuerza Aérea. En lo que va del año, los bomberos han atendido casi cinco mil incendios solo entre la capital peruana y las regiones vecinas de Callao e Ica.

Después de que se incendiara el asentamiento Cantagallo, el alcalde de Lima dijo que los planes de vivienda social de la gestión anterior eran una ilusión y mandó a montar un campamento de carpas de lona para los damnificados; en el caso Larcomar, el alcalde de Miraflores ha acusado a la cadena de cines de haber tugurizado sus salas, mientras que los representantes del centro comercial, como los del cine, han dicho que cumplieron con todo lo que les exigía la ley.

Para nosotros sí contábamos con medidas de seguridad”, declaró a la prensa Mónica Ubillús, gerenta general de UVK Multicines: “En marzo estuvo la municipalidad en Larcomar y entraron a los cines y a varios locales y no dijeron nada”.

La respuesta oficial de la cadena de cines “explica por qué murieron 4 personas”, señaló en un tuit el psicoanalista y columnista Jorge Bruce: “A ellos les importa la vida del negocio, no la de la gente”.

Fuente:
David Hidalgo, Dos incendios en Lima revelan los espejismos del crecimiento, 23/11/16, The New York Times.

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