sábado, 16 de septiembre de 2017

Rocío y la fruta envenenada

por Silvana Melo

(APe).- La mandarina que mató a Rocío el sábado, en un paraje rural de Mburucuyá, Corrientes, es un arma mortal del sistema. El furadán, que posiblemente la haya paralizado sin regreso, es el veneno brutal e imprescindible para que el modelo siga en pie. Y su uso indiscriminado es el dibujo más perfecto de la impunidad: el descuido, la indolencia y la facilidad de utilizar un tóxico mortal para fulminar a los pájaros que acechan los cultivos de arándanos. Envasado en un hermoso y tentador cítrico, monstruoso cuando una nena de doce años lo disfruta camino a catecismo. Esta es la historia que cuenta el abogado Francisco Pisarello, quien se echó al hombro la tragedia de una familia carente de todos los recursos imaginables. Económicos y sociales. Una historia que difiere de lo que han relatado los medios en estos días. Una historia con un veneno que es el mismo que mató 300 perros en un pueblo cercano a La Plata. Y que es uno de los únicos que terminan con los insectos que atacan a la soja.

Rocío iba a tomar la comunión. Por eso iba con su sobrinito Damián camino a la capilla Santa Librada, a unos 1.500 metros de su casa. La catequista solía oler las fumigaciones periódicamente. Rocío tenía doce años y Damián diez. Ella asumía su cuidado. Iban a la misma escuela rural y al mismo año, a pesar de las edades diferentes. Graciela Galeano, la directora, viajaba con ellos todos los días los nueve kilómetros de casa al aula. “Eran ellos dos y otros nueve de la misma familia”, relató a APe. “Todos de la misma casa”.

Pisarello ubicó el portón a unos 90 metros de la vivienda de los chicos. “Es un portón grande que da a un establecimiento citrícola, de producción de mandarinas”. Una de las frutas estaba al lado del portón. “Rocío la levantó, la partió, comió ella la mitad y le convidó a Damián”. El resultado fue fulminante: “se paralizó casi en forma instantánea”. Damián, con una descompostura atroz, volvió a la casa como pudo, usando un palito de bastón, para buscar ayuda. La nena murió en el hospital de Mburucuyá. La causa judicial está caratulada “Muerte por envenenamiento”.

El abogado describió un procedimiento frecuente en la producción de cítricos: “el raleo es quitar algunas frutas de la planta, las que sean de menor calidad, para que la producción en sí sea la mejor. A ésas se las traslada”. La pregunta que Pisarello se hace es de una lógica fatal: “¿qué se hizo con el resto de las frutas cosechadas?” Aparentemente, se las cargó en canasto de plástico sobre un carro tirado por un tractor. “Por el traqueteo del tractor, la mandarina que comió Rocío se cayó a la salida”. Es decir, que el resto estaba tan envenenado como la fruta que mató a la nena que fruncía el ceño y hablaba en guaraní cuando algo no le gustaba, como recuerda Graciela Galeano.

Según Pisarello, esas frutas, “posiblemente inyectadas de furadán”, son utilizadas para “matar a los pájaros” en el cultivo de arándanos “en otro establecimiento a 1500 metros” de la zona entre Saladas y Mburucuyá.

El mismo insecticida (el principio activo es el carbofurano y el nombre de fantasía es furadán) fue utilizado por más de un productor agropecuario de la zona de La Plata para asesinar a más de 300 perros, en una práctica de enorme peligrosidad para la cercanía de niños que suelen desesperarse por salvar a un animal en una agonía tremenda y ese contacto puede ser letal. Por supuesto que el furadán está prohibido en Estados Unidos y la Unión Europea. Pero el sistema extractivo, que se lleva los espíritus de la tierra, contamina los ríos y arranca a los árboles y a los niños como a la maleza, necesita venenos mortales para subsistir.

Los especialistas explican que luego de usado “queda en la tierra, el pasto y el agua durante tres días, con un efecto residual. El tóxico lo comen los gatos y se mueren; al gato muerto lo picotea la paloma y también se muere y más tarde el gato come a la paloma envenenada, y así. Es todo una cadena”.

Una cadena que envenena la mandarina con furadán para matar pájaros y, como un paso necesario, mata a Rocío y devasta a Damián. Una cadena que, en las tomateras de Lavalle -en la misma Corrientes- hace llover veneno sobre las casas y los patios donde juegan los niños y mata a José Kili Rivero. Que desagota el agua tóxica de los cultivos en un canal donde chapotearon Nicolás Arévalo y Celeste. Y Nicolás murió, con endosulfán en su cuerpo. Los dos tenían cuatro años. Los dos son los niños sacer de Giorgio Agamben. Aquellos niños víctimas de un crimen que no pagará nadie.

Rocío es otro crimen. Porque a los muertos del sistema los aportan los anónimos, los pobres, los dueños de nada.

Graciela viajaba con ellos los nueve kilómetros de la casa en El Pago a la escuela 611 de Costa San Lorenzo. Todos los días. Rocío era callada, pero la cercanía de los viajes y del aula cotidiana permitían que cantaran juntos un chamamé, que ella hablara de su novela preferida: Pasión de gavilanes. Y que todos se entusiasmaran con la reunión diaria a la hora de “El Zorro”.

El carbofurano (fudarán) es uno de los insecticidas más tóxicos para los seres humanos, entre aquellos que se utilizan para la producción de alimentos. Un cuarto de cucharadita (apenas un mililitro) puede ser fatal.

El modelo de agronegocios es agro-tóxico. Envenena la tierra, los almuerzos de los niños y los ríos vitales. Rasura los bosques y pavimenta los campos con monocultivos. Edifica en los humedales e inunda las casas de la gente. Es el sistema el veneno.

El desafío será producir antídotos. En defensa de las Rocíos, los Killys y los Nicolás. Para desenvenenar la vida.

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Fuente: 
Silvana Melo, Rocío y la fruta envenenada, 15/09/17, Agencia de Noticias Pelota de Trapo. Consultado 16/09/17.

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