por Eduardo
Porter
En 1988, cuando
los líderes del mundo organizaron en Toronto su primera conferencia global en torno al cambio climático, la temperatura promedio de la
Tierra era de poco más de medio grado Celsius por encima del
promedio de las últimas dos décadas del siglo XIX, de acuerdo con cálculos de la NASA.
Las emisiones
globales de gases de efecto invernadero conformaban el equivalente a
unos 30.000 millones de toneladas de dióxido de carbono al año,
excluyendo las provenientes de la deforestación y el uso de tierras.
Preocupados por su acumulación, los científicos y legisladores que
se reunieron hicieron un llamado al mundo para reducir las emisiones
de dióxido de carbono en una quinta parte.
Desde luego, eso
no sucedió. Para 1997, cuando los diplomáticos del clima de las
principales naciones del mundo se reunieron para negociar una ronda
de reducciones de emisiones en Kioto, Japón, estas habían aumentado
a cerca de 35.000 millones de toneladas, y la temperatura de la
superficie del planeta se encontraba aproximadamente 0,7 grados
Celsius por encima del promedio de finales del siglo XIX.
Se necesitaron
casi dos décadas para que ocurriera el siguiente gran avance. Cuando
los diplomáticos de prácticamente todos los países se reunieron en
París hace tan solo dos años para crear otro acuerdo para combatir
el cambio climático, la temperatura de la superficie del mundo ya
era de casi 1,1 grados Celsius por encima del promedio a finales del
siglo XIX. Además, el total de las emisiones de gases de efecto
invernadero se había acercado a los 50.000 millones de toneladas.
No se trata de
menospreciar a la diplomacia. Quizá esto sea lo mejor que podemos
hacer. ¿Cómo se puede convencer a los países de adoptar
estrategias costosas para dejar de utilizar combustibles fósiles
cuando el impacto potencial del cambio climático sigue siendo
incierto y solucionar el problema requiere acción colectiva? Como la
mitigación de un solo país nos puede beneficiar a todos, los países
estarán tentados a lavarse las manos y disfrutar del resultado de
los esfuerzos de otros. Además, ninguna nación podrá resolver el
problema de manera individual.
Aun así, las
vías diplomáticas del mundo -desde el llamado ineficaz en Toronto
a favor de una reducción de las emisiones hasta la reunión cumbre
en París, donde a cada país se le permitió comprometerse a
contribuir solo con lo que pudiera a la iniciativa mundial-
sugieren que los diplomáticos, legisladores y ambientalistas que
intentan lentificar el cambio climático aún no pueden lidiar con
sus números despiadados. En vez de eso, están tratando de
ignorarlos, algo que definitivamente no funcionará.
El mundo todavía
se está calentando. Tanto la NASA como la Administración Nacional
Oceánica y Atmosférica dieron a conocer la última semana que las
temperaturas mundiales del año pasado retrocedieron ligeramente en
comparación con las cifras récord de 2016 porque no se manifestó
El Niño, el fenómeno climático relacionado con el calentamiento en
el Pacífico.
Mientras que el
mundo se inquieta por la decisión de Donald Trump de retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París, yo argumentaría que el
obstáculo más grande para frenar el calentamiento implacable es
cierta ilusión de progreso que está haciendo que todos los países
eviten muchas de las decisiones difíciles que aún deben tomarse.
“Seguimos
haciendo lo mismo una y otra vez, y esperamos un resultado distinto”,
dijo Scott Barrett, un experto en coordinación y cooperación
internacional de la Universidad de Columbia que alguna vez fue un
escritor principal del Pánel Intergubernamental del Cambio
Climático.
Los diplomáticos
del clima en París no solo reafirmaron compromisos previos para
mantener la temperatura del mundo en menos de dos grados por encima
de la que había en la era “preindustrial”, un término algo impreciso que podría abarcar la segunda mitad del siglo XIX.
Esperando calmar a países insulares como las Maldivas, que es
probable que sean tragados por el océano en algunas décadas,
establecieron un nuevo límite “ambicioso” de 1,5 grados.
Para mantenernos
dentro del límite de los dos grados, de verdad tendríamos que
empezar a reducir las emisiones globales en cuestión de máximo una
década, y después hacer más. En medio siglo, tendríamos que
averiguar la manera de extraer enormes cantidades de carbono del
aire. Reducir el límite a 1,5 grados sería aún mucho más difícil.
Sin embargo,
después de calcular el impacto que tendrían las promesas de todos
los países que formaron parte de la iniciativa colectiva realizada
en París, los expertos concluyeron que las emisiones de gases de
efecto invernadero en 2030 excederían con entre 12.000 y 14.000
millones de toneladas de dióxido de carbono el nivel necesario para
seguir estando por debajo de los dos grados.
¿Hay mejores
enfoques? El “club del clima” propuesto por el economista de la
Universidad de Yale William Nordhaus tiene la ventaja de incluir un
dispositivo de cumplimiento que no tienen los acuerdos actuales: los
países del club, comprometidos a reducir las emisiones de carbono,
impondrían un arancel a las importaciones de quienes no son miembros
para animarlos a unirse a la iniciativa.
Martin Weitzman
de la Universidad de Harvard apoya la idea de un impuesto mundial
uniforme para las emisiones de carbono, lo cual podría ser más
fácil de acordar que una serie de reducciones nacionales de
emisiones. Una ventaja clara es que los países podrían utilizar los
ingresos de esos impuestos como quisieran.
Barret argumenta
que el Acuerdo de París podría complementarse con acuerdos más
sencillos y más estrechos para frenar las emisiones de ciertos gases
—como el acuerdo de 2016, al que se llegó durante una reunión de
170 países en Kigali, Ruanda, para reducir las emisiones de
hidrofluorocarbono— o las de industrias específicas, como la
aviación o la del acero.
Quizá nada de
esto funcione. El club del clima podría acabarse si los países no
miembros tomaran represalias en contra de los aranceles de
importaciones al imponer barreras comerciales propias. Coordinar
impuestos en todo el mundo en el mejor de los casos resulta tan
difícil como abordar el problema del cambio climático. Además, la
propuesta de Barrett podría no dar como resultado un avance en la
escala necesaria para cambiar las cosas.
No obstante, lo
que definitivamente no será suficiente es una estrategia climática
basada en ilusiones vanas: la propuesta de que los países pueden ser
persuadidos y presionados para aumentar su ambición de reducir las
emisiones todavía más, y de que quienes se queden atrás pueden ser
señalados y avergonzados para que acepten alinearse.
Seducidos por
tres décadas de supuesto progreso diplomático -además de precios
más bajos en turbinas de viento, páneles y baterías solares-,
los activistas, tecnólogos y actores políticos que impulsan la
estrategia en contra del cambio climático parecen haber concluido
que el trabajo puede hacerse sin tomar decisiones desagradables, por
lo que el grupo está descartando opciones que sería mejor mantener
a la vista.
No hay un ímpetu
para invertir en la captura y almacenamiento de carbono, puesto que
se consideraría como un permiso para seguir utilizando combustibles
fósiles. La energía nuclear, la única fuente de energía baja en
carbono que se haya utilizado en la escala necesaria, también es un
anatema. La geoingeniería, como bombear aerosoles en la atmósfera
para reflejar el calor del sol de regreso hacia el espacio, es otro
tabú.
Sin embargo, al
final, lo más probable es que estas opciones estén sobre la mesa
puesto que las consecuencias del cambio climático se ven de manera
cada vez más clara. La creencia romántica de que el mundo puede
reducir su dependencia del carbono a lo largo de algunas décadas
dependiendo exclusivamente del poder de la vergüenza, el viento y el
sol cederá ante un entendimiento más realista de las posibilidades.
Algunos países
decidirán olvidar el Acuerdo de París y harán uso de algunos jets
para bombear dióxido de sulfuro en la atmósfera superior para
enfriar el mundo temporalmente. Habrá una competencia para
desarrollar técnicas para recolectar y almacenar carbono de la
atmósfera, y otra para construir generadores nucleares a una
velocidad vertiginosa.
Probablemente
será demasiado tarde para evitar que las Maldivas terminen bajo el
agua, pero más vale tarde que nunca.
Fuente:
Eduardo Porter, ¿Combatir el cambio climático? Ni siquiera hemos empezado, 29/01/18, The New York Times.
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