Activistas de Greenpeace detienen el accionar de una topadora. Foto: Hernán Vitemberg/ Greenpeace |
La deforestación para cultivar soja arrasa la selva y acorrala al pueblo indígena wichi. Greenpeace ha logrado frenar el último gran proyecto. El País viaja a la zona del conflicto.
por Ramiro
Barreiro
La selva
chaqueña, ubicada en la frontera norte de Argentina, es la
continuación del Amazonas y el Mato Grosso brasileño. Un enorme
pulmón cada vez más acorrralado. En las últimas tres décadas ha
perdido ocho millones de hectáreas de bosque. Una superficie similar
a la de Escocia. La presión crece en Argentina, un país que ya
produce alimentos para 400 millones de personas pero busca nuevos
campos para cultivar más soja. Las provincias más afectadas son
Salta, Santiago del Estero, Chaco y Formosa, las más pobres. La peor
parte de este proceso se la lleva el pueblo indígena wichi. "Ver
una máquina desmontando de entre los chanchos era una alegría para
nosotros", cuenta Amancio, referente de la comunidad wichi en
Corralito, un pueblo perdido en el interior de Salta. "La
empresa cada vez desmontaba más y no nos dábamos cuenta, pensábamos
que iba a haber más trabajo. Cuando levantamos la cabeza era tarde,
estaba todo pelado y hemos quedado encerrados entre varios
productores, estamos arrinconados”, remata.
Situado a una
hora de ripio y media de carretera de la ciudad de Tartagal, la
tercera en importancia en Salta, la pobreza domina Corralito. Perros
buscando sombra, gallinas flacas y chanchos que usan los pocos
troncos restantes para rascarse el lomo; tiendas de chapa y lonas y
recipientes de todos los tamaños que esperan el bien más preciado,
el agua. Ese es el panorama que se vislumbra apenas uno entra en esta
comunidad indígena. Solo quedan 12 familias de las las 300 que lo
habitaban años atrás. Podrían abastecerse de una enorme laguna
ubicada a unos pocos metros, pero las aguas están contaminadas con
glisfosato y muchas veces ven como flotan peces muertos.
La comunidad
junta agua en los bidones vacíos de veneno que encuentran en los
alrededores de las fincas. Es enero, momento en que las
precipitaciones alcanzan su pico en la región, con un promedio de
176 milímetros. El desmonte que dio lugar al cultivo de soja -el 60 %
elige la oleaginosa- se ha comido a muchas de las raíces que
absorbían esas lluvias. La comunidad se inunda, los caminos se
anegan y los pocos vehículos con los que cuentan los indígenas
pueden quedar días atrapados en las lagunas de barro. También los
de aquellos que se acercan a ayudar.
Las altas
temperaturas del norte causan un proceso de salinización y
desertificación de los suelos, por lo que no son tierras tan
fértiles como las de la Pampa húmeda. Así, se produce un fenómeno
de empresario golondrina, que trabaja los campos unos pocos años y
se va a otra parte, sin invertir nada de lo ganado en esas regiones.
En esta temporada las cosechas apuntan a superar sus propios récords
y lograr una producción total de granos de 127 millones de
toneladas, un 15 % más que hace dos años.
“Antes
encontrábamos animales en dos días, ahora hay que salir una semana.
Llegamos a tener 300 cabezas de cerdos y cabras que criábamos para
comer, pero ahora no hay espacio y cuando se salen un poco del campo
los finqueros sacan las armas y los matan”, relata Amancio, uno de
los pocos hombres que quedan en Corralito. El resto salió a buscar
trabajo en la ciudad y no ha regresado. El recurso que queda más a
mano son las aves, pero su escasa carne no alcanza para todos. Pasan
hambre y lo único que ayuda a engañar el estómago es mascar hojas
de coca.
La desnutrición
siempre acompaña a los wichis. En 2016, el ministro de Primera
Infancia de Salta, Carlos Abeleira, aseguró que hay al menos 2.000
niños con bajo peso en la provincia, una cifra que se incrementa con
el paso de los años. “Las provincias del norte son tierras que
deberían tener una vocación forestal, pero es una actividad que no
rinde al mismo nivel que la actividad agropecuaria, entonces se ha
promovido un desplazamiento de la actividad, lo cual genera una
presión sobre esos ambientes”, explica Diego Moreno, secretario de
política ambiental del ministerio de Ambiente de la Nación.
Desde el aire se
ven perfectas líneas de tierra que dibujan partituras con renglones
verdes, que desaparecerán con el accionar de las topadoras. La forma
de pelar es despiadada: las máquinas se unen con cadenas y se operan
al mismo tiempo para arrasar con todo lo que encuentran en el camino,
acabando con los nidos de las aves, que revolotean en círculos,
nerviosas. Greenpeace, que invitó al viaje a EL PAÍS, lucha en la
zona para frenar estas máquinas. Y de momento lo ha logrado. Después
de que la organización irrumpiera tres veces en la finca Cuchuy,
propiedad del empresario Alejandro Jaime Braun Peña -primo del jefe
de Gabinete Marcos Peña-, el ministerio de Ambiente declaró ilegal
el desmonte de casi 150.000 hectáreas, el equivalente a siete veces
la Ciudad de Buenos Aires. Pero el daño ya está hecho y ahora resta
saber quién se hará cargo de la reforestación, un asunto que
enfrentará a productores con la provincia.
Fue precisamente
en Tartagal donde se gestó la ley de bosques. En febrero de 2009, la
crecida del río que lleva el mismo nombre causó un alud de tierra y
barro que se cobró dos vidas y gracias al accionar de 70
organizaciones ecologistas, se reglamentó una ley que tenía dos
años de existencia y muchos pasaban -y pasan- por alto. La normativa
detuvo, en parte, la tala, pero en 2017 cayeron más árboles que el
año anterior. El 60 %, en zonas de protección alta. En esos 12 meses
se pelaron 128.217 hectáreas en las cuatro provincias, según el
Gobierno. En Salta, fueron más de 3.800 hectáreas de bosque
protegido las que desaparecieron sin respetar siquiera algunos de los
cementerios de las comunidades, que quedaron bajo los plantines de
soja.
“Lo que se
produce es una pampeanización de la región chaqueña, pero a
valores 30 veces menor que en La Pampa”, resume Hernán Giardini,
director de la campaña de Bosques de Greenpeace. “La conquista la
están viviendo hoy. Es la de las topadoras y la soja, mucho más
fuerte que aquella conquista cultural en manos de los españoles,
porque esta destruye su sistema de vida y en el mejor de los casos
los deja arrinconados con muy pocas perspectivas de poder quedarse
ahí. Es como si te levantaras una mañana y te cerraron todos los
negocios de la ciudad. No te desalojaron, pero ¿Cuánto tiempo podés
durar?”, se pregunta.
John Palmer es un
etnólogo inglés que llegó a Salta en 1973 para terminar su tesis
de grado sobre los wichis. Su compromiso fue tal que en una fiesta de
fin de año se enamoró de una de ellas, Basilia Pérez. Hoy tienen
seis hijos que corretean por la casa hasta que una orden los detiene.
La voz de alto puede ser en wichi, español o inglés. “Trato de
guiar a mis hijos en esta cultura occidental, que para mí no es nada
idónea y no es el modelo que le quisiera transmitir y legarles”,
reconoce el hombre. “Los wichis están en una encrucijada, en una
paradoja de preservar y defender su propia cultura. Ser ellos mismos
como son y como saben ser frente al avance de una cultura ajena que
tiene sus atractivos, porque el consumismo que afecta a los
habitantes de las ciudades también afecta a los habitantes de la
selva; es irresistible y trae males como la droga y el alcohol que
los están afectando mucho”, analiza.
Sin embargo, las
comunidades, desguazadas, mal nutridas y avasalladas, resisten en
silencio. Confían en que la naturaleza nunca pierde, y creen en
contratos sin papeles y palabras que vuelan, aunque apenas sople el
viento. Para Palmer, “ellos sí se prestan a la interculturalidad,
a recibir y adaptarse al otro. Esa es su forma de resistencia. No
resisten frontalmente, no confrontan. Resisten entregándose.
Resisten adaptándose. Esa es la paradoja. Es una resistencia
costosísima, porque tienen que renunciar a su identidad y casi a su
pan de cada día por la idea de que esa forma de ser es la que tiene
mayor proyección a futuro. Su forma de resistencia es la paciencia.
Y eso nos interpela a nosotros enormemente. No se puede decir que
están equivocados, por más que estén tomando agua de pozo, o con
orina. Intoxicados”.
Fuente:
Fuente:
Ramiro Barreiro, El mortífero avance de la frontera agrícola argentina, febrero 2018, El País.
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