miércoles, 28 de febrero de 2018

Uno de los más feroces represores de nuestra historia



A los 90 años, murió el excomandante del Tercer Cuerpo de Ejército, 13 veces condenado a prisión perpetua. Estaba internado en el hospital Militar.

por Alejandro Mareco

Luciano Benjamín Menéndez, uno de los represores más sangrientos de la historia argentina, responsable de una obra criminal una y otra vez confirmada por la Justicia, murió ayer a los 90 años en el hospital Militar de la ciudad de Córdoba, donde permanecía internado desde el 7 de este mes.

Su muerte sobrevino a las 11.20, poco después de que lo vieran los peritos médicos enviados por el Tribunal Oral Federal N° 1 para resolver sobre el pedido de apartamiento formulado por su defensa en el juicio por las causas Vergez y González Navarro, que se desarrolla en estos días y que lo tenía como el principal acusado.

Sobre su espalda pesaban 13 condenas a prisión perpetua, más otras dos a 20 y 12 años de cárcel, respectivamente.

El exmilitar había sido beneficiado con prisión domiciliaria por motivos de salud. Entre otras situaciones, había superado episodios de afecciones cardíacas y, en esta ocasión, no pudo superar una enfermedad hepática terminal.

La condena que recibió el 25 de agosto de 2016 en la megacausa La Perla, luego de tres años y nueve meses de juicio oral y público, puso de relieve la dimensión de su accionar en Córdoba.

El Tribunal Oral Federal N° 1 lo sentenció a prisión perpetua luego de encontrarlo responsable de 76 hechos de desaparición forzada agravada por terminar con la muerte de la víctima, 52 homicidios calificados y 655 casos de tortura, entre otros tantos crímenes, como la desaparición forzada de un niño.

El hombre que fue amo de la vida y de la muerte en Córdoba llegó a estas tierras como comandante del entonces Tercer Cuerpo de Ejército (hoy Segunda División, Ejército del Norte).

Ejerció ese mando desde septiembre de 1975 hasta septiembre de 1979. Y en razón de la jurisdicción militar a su cargo, repartió su terrible influencia en 10 provincias.

Había nacido el 19 de junio de 1927 en San Martín, provincia de Buenos Aires, en el seno de una familia con antepasados militares, motivo por el cual en el Colegio Militar de la Nación lo bautizaron “Cachorro”.

Su tío, Benjamín Andrés, participó del intento de golpe de Estado contra Juan Perón en 1951, y uno de sus primos, Mario Benjamín, fue el gobernador de las Islas Malvinas durante la recuperación argentina de 1982, y también quien se rindió ante las tropas inglesas.

A los 45 años, en 1972 fue el general argentino más joven en alcanzar ese grado.

Durante la dictadura, fue considerado parte del “ala dura” de generales y comandantes enfrentados a Jorge Rafael Videla y a Roberto Viola. En septiembre de 1979 encabezó una rebelión contra ambos por considerarlos “blandos”. Derrotado, la acción le costó el pase a retiro y 90 días de prisión en un cuartel de Curuzú Cuatiá, provincia de Corrientes.

Luego, en 2010, compartiría en Córdoba la cárcel con Videla, a raíz del juicio por el asesinato de 31 personas que eran prisioneras en la ex- Penitenciaría de barrio San Martín, en la capital provincial.

Fue ferviente impulsor de declarar la guerra contra Chile a raíz del diferendo por el Canal de Beagle. Se le atribuye haber pronunciado en 1978 las frases: “Me estoy probando los pantaloncitos para bañarme en el Pacífico” y “El brindis de fin de año lo haremos en el Palacio La Moneda y después iremos a mear el champán en el Pacífico”.

Luego de la megacausa, había reaparecido en público entre los 22 imputados de un nuevo juicio actualmente en desarrollo (causas Vergez y González).

Silencio final
Menéndez nunca dijo una palabra sobre el destino de los cuerpos de los desaparecidos asesinados ni del niño robado a Silvina Parodi, hija de Sonia Torres, la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo Córdoba.

Nos falta encontrar los huesitos de nuestros hijos. Es tremendo no haber tenido ni tener una tumba donde ir a llorar su ausencia” (...). Tengo la convicción de que cuando muera Menéndez, algún represor va a hablar y nos va a decir dónde están”, le decía Sonia Torres a La Voz en agosto de 2014.

Los días dirán si el espantoso capítulo de la gran represión de los años de plomo, al cabo de casi medio siglo del horror y de la búsqueda de justicia que siguió años después, alguna vez alcanza la orilla de la verdad que todavía falta.

Con Luciano Benjamín Menéndez se fue el último de los grandes responsables de la tiniebla y de la muerte organizada que vivió el país y que aún horroriza al mundo.

Fue uno de los más encarnizados referentes de una dictadura que convirtió al Estado argentino en una feroz y perversa maquinaria de muerte y tortura, y que manchó de sangre las instituciones de la sociedad toda.

Córdoba ya no volvería a ser la misma

Menéndez no sólo mandó a torturar y a desaparecer: apuntó contra la identidad socioeconómica de Córdoba.

por Alejandro Mareco

La Córdoba que encontró Luciano Benjamín Menéndez en septiembre de 1975 estaba atravesada de convulsiones, las habituales de la hora de aquel ardoroso tiempo histórico y político, y otras muy particulares. Había retorcimientos especiales, como que, un año y medio antes, el jefe de la Policía de la Provincia, Antonio Navarro, había derrocado al gobernador constitucional, Ricardo Obregón Cano.

Pero, entre tanta espesura caliente, había un rencor pesado que había quedado agazapado, rumiando convicciones violentas y extremas, a la espera de la oportunidad del próximo zarpazo.

Confundida entre la múltiple masa de valores morales que es Córdoba, por definición, se anida una venenosa serpiente cuya cabeza quizá Dios me depare el honor histórico de cortar de un solo tajo”.

Esas recordadas palabras fueron pronunciadas en 1971 por José Camilo Uriburu, interventor de la Provincia en aquellos días de la dictadura que se tituló a sí misma “Revolución Argentina”, y que se había iniciado en 1966 al comando de Juan Carlos Onganía.

Quedaba así expuesta la herida que había dejado en las Fuerzas Armadas y en los poderes que las asistían aquella gran reacción popular llamada “Cordobazo”.

Esta sociedad había protagonizado el punto más alto de la resistencia política, la piedra en el zapato de las ansias de perpetuidad de Onganía. Y el efecto de las jornadas que se iniciaron el 29 de mayo de 1961 no terminaría con su caída, sino que abriría la puerta a la demanda popular que pedía el regreso de Juan Perón.

Uriburu, que no era militar sino político conservador, había dicho más: “Nadie ignora que la siniestra organización antiargentina que dirige a los que quieren dirigir a la contrarrevolución ha elegido a Córdoba, epicentro nacional para su cobarde y traicionera maniobra”.

Pero en Córdoba a las serpientes se les dice víboras. Y el 15 de marzo de 1971, una nueva reacción popular protagonizada por obreros y estudiantes produjo otro de los grandes episodios de la resistencia de las multitudes, llamado “Viborazo”. Aquel discurso había venido a remover las brasas aún encendidas del Cordobazo. Pero el rencor quedó tendido.

Córdoba bajo saña
Los visitantes de la noche han regresado. Los que se conducen en automóviles sin patente, los que portan ametralladoras, los que dicen ser policías. Los que se llevan a hombres y mujeres hacia un destino conocido que puede ser la muerte. La anécdota siempre es la misma: llegan y se van sin dejar rastro, dejando criaturas abandonadas, padres o hermanos angustiados, que al despuntar el alba deambularán por las comisarías con la esperanza de encontrar con vida a sus seres queridos. En Córdoba se ha creado una nueva institución: el secuestro nocturno”. Estas palabras, escritas en la edición del 9 de enero de 1976 de La Voz, estaban impregnadas por la zozobra común que provocaron tres estremecedoras noches violentas que reafirmaron lo que vendría. Fue un “fulmíneo operativo”, según el propio Héctor Vergez, señalado como el jefe del Comando Libertadores de América, la versión local de la Triple A.

Aquella exhibición de fuerza exenta de responsabilidad, de humillación de la condición humana, hecha en vigencia de las instituciones de la Constitución aun con las dificultades del momento, vino a confirmar que el Estado como terror ya estaba en las calles. La advertencia no sólo fue para los militantes revolucionarios, políticos, sociales o sindicales: fue para toda la sociedad.

Entonces, Menéndez ya era el comandante de la represión en Córdoba y sus alrededores: las fuerzas de seguridad operaban con el mando del jefe del Tercer Cuerpo del Ejército.

La más sangrienta de las dictaduras de la historia argentina, la que espantó al mundo entero, asumiría un ensañamiento especial con esta provincia, en especial con la Capital.

Desde la gran conmoción industrial de mediados del siglo 20, la ciudad se había convertido en un gran centro de reunión de energías proletarias de la provincianía argentina.

Mientras tanto, la Universidad Nacional, que durante más de tres siglos había formado a las clases dirigentes del interior, también recibía a hijos de obreros venidos de distintas partes del país, que con las nuevas condiciones podían aspirar a dar el gran salto de una generación a otra. Esos estudiantes marcaron la vida y el ánimo de barrios como el Clínicas.

Y mientras una intensa vida cultural se abría camino, la Córdoba de finales de la década de 1960 y comienzos de la de 1970 contenía a los trabajadores industriales mejor pagos. Algunos suelen recordar este aspecto como contradictorio, aunque sucede que, una vez resueltas las reivindicaciones elementales, el paso que sigue es sumarse a la discusión por las grandes decisiones políticas.

El rencor a esa identidad industrial y el servicio a otros intereses particulares quedarían patentizados en 1980 con el cierre de IME, la fábrica del Rastrojero, que entonces tenía tres mil empleados y una presencia dominante en el mercado de las pick ups diésel.

Sin verdad final
El “plan sistemático de eliminación de opositores”, según la definición del Tribunal Oral Federal N° 1 de la ciudad de Córdoba, que llevó adelante la megacausa La Perla, llegó aquí a su paroxismo.

La dimensión gigante de aquel juicio sobre los crímenes de lesa humanidad que se cometieron en La Perla y en otros centros de detención indica un grado de intensidad represiva que proporcionalmente fue la mayor de la sangrienta obra.

En los alegatos de aquel proceso de casi cuatro años, culminado el 25 de agosto de 2016, el fiscal Facundo Trotta señaló: “Se trató de la más cruenta, salvaje e inhumana represión ejecutada, con el deliberado objetivo de despolitizar y recluir a la ciudadanía, para ‘normalizar’ un momento histórico percibido como ‘amenazante’ para el orden social, pero que en realidad era amenazante para el factor de poder vigente”.

Córdoba ya no volvería a ser la misma después de que Menéndez le quitó la respiración.

No sólo mandó a secuestrar, a torturar, a asesinar y a desaparecer: fue el brazo que apuntó contra la nueva identidad socioeconómica de Córdoba, conteniendo sus energías productivas y sus aspiraciones humanas y culturales. Dejó, sí, las calles llenas de ausencias y dolores perpetuos. Su orgullo por su condición de soldado no le alcanzó para decir qué hizo con los cuerpos de los supuestos “enemigos abatidos”. Se llevó la verdad escondida en su tenebroso corazón.

Las clases de política y moral del general

Lobo entre los lobos del proceso militar, Menéndez también puso énfasis en relacionarse con “las fuerzas vivas” de Córdoba. Consideraba que la victoria sobre las organizaciones guerrilleras debía ser seguida por la derrota cultural de la “subversión”.

por Sergio Carreras

Seguramente, con el paso de los años vamos a preferir que la conversación siga girando sobre Leopoldo Lugones, Deodoro Roca, Agustín Tosco y volvamos a remontarnos hasta Jerónimo Luis de Cabrera y otras simplificaciones históricas para conversar sobre quiénes fuimos, quiénes somos los cordobeses: pasajeros que acompañamos el giro del planeta parados en el centro de una circunstancia llamada Argentina.

Pero Luciano Benjamín Menéndez será siempre una mención imborrable en nuestra enciclopedia particular. Será el cuadro que pondremos mirando a la pared cuando entren las visitas, el que nos haga bajar la mirada cuando alguien lo mencione en las conversaciones. Pero es sabido que de nada sirve descolgar los cuadros cuando los recuerdos siguen tatuados en las paredes.

Lobo entre lobos
Duro en la época más dura, Menéndez gobernó sobre 10 provincias argentinas y siete millones de personas desde su oficina cordobesa en el Tercer Cuerpo del Ejército. Estuvo allí cuatro años, de 1975 a 1979. Esa permanencia será siempre una referencia ineludible cuando queramos recordar la profundidad de los abismos que visitamos como sociedad.

Hasta sus últimos días pensó que el peor error que había cometido la dictadura fue no haber ido hasta el hueso, no haber terminado de matar la cantidad suficiente de “subversivos” para llevar adelante su proyecto político.

Ese proyecto implicaba una sociedad tranquila y moralmente cristiana, despojada de las molestias y demagogias del republicanismo, que siguiera los “nuevos” principios económicos neoliberales y alimentara una visión internacional paranoica, a tono con la doctrina de seguridad nacional tallada durante la Guerra Fría desde un lugar periférico del globo.

Los argentinos derechos y humanos peleábamos en el extremo sur de la Tierra una guerra revolucionaria contra un tentáculo del comunismo que amenazaba con asfixiar al mundo libre.

Entre los lobos del proceso militar comenzado en 1976, Menéndez fue uno de los lobos mayores, aquel al que los documentos reservados de la Embajada de Estados Unidos mencionaban como opuesto a la facción más negociadora de los militares, representada por Jorge Rafael Videla. Esto es, Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti y tantos otros nombres ignominiosos de aquellos años mantenían posiciones blandas y negociadoras en comparación con nuestro buen vecino y servidor Menéndez.

Menéndez nunca se permitió el pecado de la duda, la autocrítica jamás anidó en su vocabulario. Su pensamiento era el equivalente a esos santuarios que los biólogos encuentran enterrados bajo centenares de metros de hielo en un rincón antártico: mantenidos sin modificaciones durante el paso de los años, sin interferencias extrañas y siempre iguales a sí mismos.

En los papeles, el general gobernó Córdoba sólo por un día, en septiembre de 1975, cuando el peronista Ítalo Luder, en ejercicio de la presidencia, relevó al interventor Raúl Lacabanne, al que le había bastado un año para cubrir de explosiones, sangre y ausencias las avenidas de la ciudad.

Hombre con una misión
Al día siguiente de su nombramiento, Menéndez fue reemplazado por el interventor Raúl Bercovich Rodríguez, su principal referente dentro del peronismo local.

Menéndez entendía a los grupos guerrilleros como la manifestación más molesta y visible del problema más preocupante: la subversión que había penetrado todas las capas del tejido social y depositado bajo la piel de la provincia un pus que él tenía que eliminar. Por eso no sólo supervisó el armado del campo de concentración La Perla y sus sucursales, no sólo caminó la cuadra donde agonizaban adolescentes de escuela secundaria, militantes de causas sociales y gremialistas, no sólo llevó adelante el Operativo Independencia que barrió los montes de Tucumán.

Además Menéndez entendió que debía dar la lucha en terrenos civiles: los prohibidos partidos políticos, el periodismo, los sindicatos, las empresas, los tribunales, las entidades sociales fueron también su campo de batalla.

Mientras referentes como Massera trabajaban para encontrarle una continuidad política al Proceso, Menéndez consideraba que la sociedad argentina, la cordobesa en particular, era un potro al que debía montar muchos años más para decir que estaba domado.

Los sindicalistas Julio Antún y Mauricio Labat, el arzobispo Raúl Primatesta, empresarios como Pío Astori, el jurista y vocal de la Corte Suprema del Proceso Pedro J. Frías, presidentes del Colegio de Abogados, el entonces rector del Manuel Belgrano, Tránsito Rigatuso, todos eran llamados por Menéndez, invitados a visitarlo en su oficina de La Calera, como contó su secretario privado, suboficial Pedro Giamberardino, para la biografía Cachorro (2013), del periodista Camilo Ratti.

Al general le gustaba dar charlas que camuflaban clases estrictas: sentaba a sus invitados en pupitres o teatrinos y él comenzaba a hablar delante del pizarrón.

A veces se acompañaba del recurso pedagógico de fotos de guerrilleros, de Karl Marx, folletos atribuidos a células subversivas, imágenes de cuerpos destrozados por bombas extremistas. Convocaba a los periodistas para explicarles cómo debían hacer su trabajo, cómo no había que hacerle el juego al comunismo, por qué había que quemar los libros que amenazaban la pureza del alma argentina.

Invitaba al exitoso plantel del club Talleres a jugar amistosos contra personal militar en los predios del Tercer Cuerpo. Llamaba para amonestar y dar órdenes inapelables a los jueces y fiscales federales, a varios de los cuales él había apadrinado personalmente para que pudieran acceder a sus importantes cargos.

Charlas con el general
Por supuesto que Menéndez enviaba invitaciones a las que nadie podía negarse. Pero también hay que decir que muchos concurrían a expresar con entusiasmo sus coincidencias con el general que estaba pacificando y ordenando a esta provincia levantisca.

En el futuro, con el cambio en la dirección del viento, algunos explicarían esos encuentros como sufridas gestiones que hacían ante el mandamás militar para pedir por desaparecidos o implorar por la apertura democrática.

Muchos de esos viejos invitados no pudieron superar el síndrome de Estocolmo y, en democracia, llegaron a postular a Menéndez como nuevo salvador de la patria y candidato a cargos electivos.

Quien luego sería el primer gobernador de la nueva democracia, Angeloz, fue el dirigente político que más lo visitaba. Dos o tres veces por semana, según cuatro testimonios incluidos en el libro de Ratti. Un colaborador del exgobernador, Luis Medina Allende, contó en el libro El Angeloz caído (1996) que Menéndez fue y permaneció varias horas en el funeral del padre del dirigente radical, como prueba de hasta dónde llegaba la relación entre ambos.

El general Fernando Santiago le contó a Ratti que Angeloz le pidió poner dirigentes radicales a cargo de docenas de intendencias cordobesas durante la dictadura, lo que el dirigente terminó logrando gracias al beneplácito de Menéndez.

Un peatón más
Dos veces hablé por teléfono con Menéndez, ambas tratando de conseguir algún dato sobre el fallecido presidente del Banco Social, Jaime Pompas, quien, en un hecho casi desconocido, estuvo detenido en el Batallón 141 por órdenes emitidas por el propio general.

Menéndez, que guardaba una pésima imagen de los políticos de cualquier color, me dijo que lo detuvieron porque sospechaban que él y un grupo de comerciantes judíos daban dinero a Montoneros para que no los secuestraran.

En tiempos de indulto menemista encontré a Menéndez en el mismo ascensor en el que yo subía para mi turno con el dentista, en un edificio de calle Belgrano. Iban tres personas más con nosotros. El clima en el ascensor se cortaba con una gillette. Nadie pronunció una palabra. El viaje hasta el quinto piso duró como una excursión en catamarán por el lago San Roque. La vuelta completa al San Roque.

Menéndez nunca creyó que tuviera que dar explicaciones por lo que había hecho. Consideraba que el discurso de los derechos humanos era una prueba lastimosa del triunfo cultural de la subversión. En épocas democráticas le gustaba concurrir a incomodar en los actos oficiales y ocupar un lugar en los palcos. De ahí las fotos conocidas junto a los exgobernadores Angeloz y Ramón Mestre o al actual ministro de Defensa de la Nación, Oscar Aguad.

Menéndez, de manera no muy secreta, aguardaba su reivindicación. Esperaba que los cordobeses un día ondearan una bandera a su paso para agradecerle los servicios prestados. Esa grieta entre sus expectativas y la realidad no la cerró nunca. En los juicios de lesa humanidad, mostraba su perfil de estatua, su gravedad física, su agresiva pasividad, mientras desde el público le recordaban lo que era: nada más que un asesino.

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Fuente:
Alejandro Mareco, Uno de los más feroces represores de nuestra historia, 28/02/18, La Voz del Interior. Consultado 28/02/18.
Alejandro Mareco, Córdoba ya no volvería a ser la misma, 28/02/18, La Voz del Interior. Consultado 28/02/18.
Sergio Carreras, Las clases de política y moral del general, 28/02/18, La Voz del Interior. Consultado 28/02/18.

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