domingo, 22 de febrero de 2015

Un paraje marcado por la muerte y el miedo

Colonia Hogar, donde viven unas 70 personas, fue uno de los sitios donde el desastre dejó huellas muy dolorosas. Recuerdos de un domingo amargo.

por Alejandro Mareco

El río se ha vuelto ancho y ajeno. Pasa todavía perturbado por la conmoción que le trajo la incontenible lluvia, y acaso indiferente o resignado al tremendo impacto que dejó su repentina furia en la naturaleza que lo cobija. Sucedió en la madrugada del domingo 15 de febrero, en medio de la sombra impenetrable de una de las más tenebrosas noches de verano que se recuerden.

El paisaje tiene los brazos caídos, rendido frente a la dimensión del manotazo que lo desgarró. La tristeza se patentiza desolación cuando los ojos se detienen en la turbiedad no sólo del agua sino también de la imagen que dan los árboles caídos, las ramas hechas una ovillo, las orillas derrumbadas...

La angustia con la que Olga Spena mira lo que ve, tiene la misma intensidad desesperada de su asombro: Colonia Hogar, ese río, todo el pequeño cosmos de verde y sierras que la rodea, es el sitio que eligió para ofrendarle sus días a la vida. Está parada sobre el piso donde hasta el sábado a la noche se erigía el quiosco y pequeño comedor de Esther. No puede creer que ya no esté. Si fue junto a este mismo río en el que hace ya varios años vino a comer un asado invitada por su hija y su yerno. “Cuando lo vi, no tuve dudas: este era el lugar en el que quería pasar el resto de mi vida”.

Es el mediodía del viernes, pero la lejanía del sol a la que obliga el regreso de las nubes, vuelve imprecisa la luz que nos cuenta de las horas. Lo único preciso es el doloroso aliento con el que la brisa se suspende en el aire. No es sólo el paisaje herido lo que lastima; son los gritos que todavía atraviesan las sensaciones estremecidas de imaginarlos; es la muerte que vino con el río y se llevó tres vidas antes de que amaneciera.

Esa mañana, toda la comarca tenía el ánimo atravesado por las ausencias. En Ascochinga, en las orillas del río, una decena de bomberos marchaba por las orillas buscando el rastro de Mariana Di Marco, la piba de 21 años que había venido desde Jesús María a acampar y que no pudo hacer pie cuando llegó la crecida.

En las cercanías rondaba en su camioneta Javier Candussi. Había venido ayudar en la búsqueda, aunque no sabía bien cómo hacerlo; sólo había cargado unos bidones de agua para traerles a los bomberos. Por esas cosas de los caminos afectados por la lluvia, se dispuso a prestar auxilio para rescatar un auto de la arena.

“Soy ingeniero agrónomo, trabajo en Quimilí, Santiago del Estero. Mis amigos me avisaron por WhatsApp de la desaparición de Mariana (los teléfonos no andaban). Cuando veía su foto en los noticieros, no lo podía creer. Uno piensa que estas cosas siempre les pasan a otros”. Ante la falta de noticias, Javier regresó el jueves por la noche a Colonia Caroya, su pueblo, y lo primero que hizo al levantarse fue venir a buscarla. Horas después, casi sobre el final de la tarde, los bomberos encontrarían el cuerpo de Mariana.

El bar del miedo
“Jugábamos al pool, ¿qué otra cosa podemos hacer aquí un sábado a la noche?”. Juan Cadamuro está parado junto al mostrador del bar de Benito, bebiendo un vino lento: del otro lado está su sobrino Aarón Cadamuro. Estaban juntos y despiertos, junto a un puñado de parroquianos, cuando empezó a caer la gran lluvia.

El bar de Benito (papá de Aarón) está del lado norte del puente-vado, ahí nomás, cuando el camino a Todos los Santos empieza a trepar la cuesta. En un momento de la noche del sábado, de un costado tenían el río ya sobre la pared de la casa, y del otro, por el camino bajaba una caudalosa corriente que inundaba la galería.

“Sí, sí, teníamos mucho miedo”. Aarón (19) lo reconoce sin esconder un escalofrío fresco en su voz.

“Nunca, en mis 46 años, en los que siempre viví acá, había visto una cosa así”. Juan tuvo que esperar hasta el domingo a la tarde para poder regresar a su casa, del otro lado del río: el agua embravecida se devoró el piso en la punta del puente-vado, y con tres postes de luz arrancados por la borrasca, armaron un paso colgante.

Pero la noche del sábado jamás se les quitará de encima. “Jugábamos al pool. Sabíamos que había peligro porque era mucha la lluvia que caía, y porque veíamos muchos refucilos para el lado de las sierras. Sentíamos el ruido de las piedras que chocan cuando las arrastra la crecida, pero pensábamos que no era nada fuera de lo que sucede de tanto en tanto”, se ayudan en el relato.

Hasta que el rumor cada vez más fuerte les hizo caer en cuenta de la gravedad de las cosas. “Acá abajo, en la orilla del río, había cuatro muchachos acampando, que habían venido de Jesús María. Los fuimos a despertar para que subieran a protegerse aquí. Apenas salieron, el agua les llevó la carpa”.

La espesura de la lluvia y de la oscuridad, más el ruido ensordecedor del paso del curso desmadrado hasta lo inimaginable, no los dejaba sentir más allá de la angustia que reunían en un rincón del bar.

Nunca se dieron cuenta que al otro lado del río, a no más de trescientos metros, se había desatado una versión del espanto. Una familia de varias personas acampaba a unos metros de la orilla, y ante la persistencia de la lluvia y del agua que subía, algunos buscaron refugio en sus autos.

Jamás presintieron que estaban en una trampa fatal: allí los despertó la locura ciega del río. Un matrimonio perdió la vida en uno de los coches, mientras que en otro, una pareja intentó escapar, pero al esposo se lo llevó el agua, mientras que la mujer, embarazada, que quedó atascada en un árbol, pudo ser rescatada por vecinos arrojados que alcanzaron a escuchar sus gritos.

Esos gritos desesperados, la escena de ese dramático rescate con hombres atados con sogas, parecen no querer despejar el imaginario del lugar. La angustia crece cuando se puede ver lo cerca que estaban de alcanzar el terreno más alto.

Las lágrimas de Esther
Cuando apenas la luz del sol del domingo empezó a abrirse grietas en la espesura de la oscuridad, Aarón y Juan Cadamuro alcanzaron a ver autos pasar arrastrados por la corriente. El del matrimonio fallecido pegó antes contra “El descanso”, el quiosco de Esther.

Ramona Esther Capdevilla de Bellotto aún tiene las lágrimas al borde de cada parpadeo. Esa pequeña construcción de 15 metros cuadrados, una habitación para los clientes y una cocina era el escenario de sus días. “A mi casa sólo iba a dormir. El sábado estuve hasta las doce de la noche en el quiosco. La tormenta y el ruido del río no me dejaban pegar un ojo. 
A las cinco me levanté, y enseguida fue mi hijo Juan a ver. Cuando volvió y me contó que estaba destruido, creí que iba a enloquecer”.

Es que Esther es todo un símbolo del lugar. Su pequeño negocio, en los que vende empanadas y milanesas, era además el punto de encuentro de vecinos y visitantes que tomaron la costumbre de recibir allí el Año Nuevo.

Guardaba allí horno, heladera, freezer, computadora y hasta una plancha para hacer las tareas del día. Pero sobre todo, atesoraba 27 años de vida y de esplendor junto a su esposo Carlos, fallecido hace dos años. “Los dos trabajábamos en la Colonia Hogar, y allí nos conocimos. Siempre 
vivimos acá. No sé cómo voy 
a soportar los días sin ir al quiosco”.

Cree que los vecinos y la 
familia la ayudarán a recuperarse, pero la sabiduría elemental de vivir la hace decir: “Las 
cosas se recuperan o no; 
en cambio, las vidas perdidas no se recuperan jamás”. En ese momento, su lágrimas se vuelven más abundantes. Sus ojos miran lento el paisaje devastado. El presente parece un fantasma del ayer, pero a tanta sensación desolada, Olga le ofrece su corazón: “Nunca nos iremos; aquí estaremos cuando todo renazca”.

Salir del aislamiento

Colonia Hogar, el paraje en el que viven 70 personas, está a unos 6 kilómetros hacia el norte de Santa Catalina.

Muy cerca de la iglesia de 1622 que forma parte del complejo jesuita que fue declarado Patrimonio de la Humanidad.

En los días que siguieron a la tormenta del fin de semana, quedó prácticamente aislado por los daños en el camino y la acción del agua que socavó uno de los extremos del puente-vado. El viernes llegó al lugar una misión de Vialidad Provincial que venía a aportar una pala mecánica frontal para abrir el camino, despejar el puente de ramas y rellenar la parte de tierra comida por el río.

La máquina venía desde Hernando. “Hemos reunido todas las máquinas de Vialidad en la provincia para trabajar en la emergencia. Yo no conozco demasiado estos lugares, pero lo que he visto es tremendo”, decía Rafael Ocaña, inspector de la zona de Hernando.

Mientras, Aldo Francomano, inspector de la zona afectada, aún seguía impactado. “Esto es desolación pura. En mis 25 años de trabajo en Vialidad, nunca vi una cosa así. La consigna es dar paso”. Y para cumplir esa consigna, estará por varios días alojado en Santa Catalina, Guillermo Palacios, el operador de la pala mecánica.

El nombre del paraje ha sido dado por la Colonia que se abrió en 1935 y que hasta 1979 recibía a niños internados por el Estado. Hoy pertenece a la Provincia, y recibe a delegaciones de jubilados, de scouts y otros. Colonia Hogar está situada en el departamento Totoral, y está organizada a partir de una Comisión Vecinal de hecho que asume las tareas de la limpieza del río, el cortado del pasto y la recolección de la basura. En el verano, recibe algunos visitantes de la ciudad de Córdoba, y en especial de Jesús María y Colonia Caroya. Los inviernos suelen ser muy fríos y solitarios.

Alejandro Mareco, Un paraje marcado por la muerte y el miedo, 22/02/15, La Voz del Interior. Consultado 22/02/15.
Salir del aislamiento, 22/02/15, La Voz del Interior. Consultado 22/02/15.

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