miércoles, 20 de septiembre de 2017

“No nos vamos a ir hasta que saquen a la última persona”

Los familiares de las víctimas del derrumbamiento de la escuela Enrique Rebsamen aguardan con impaciencia las labores de rescate.

por Luis Pablo Beauregard y Elías Camhaji

La oscuridad de boca de lobo de la colonia Nueva oriental Coapa solo era rasgada por las luces de los vehículos de emergencia. Como muchos barrios del sur de la Ciudad de México, la zona había quedado a oscuras tras el terremoto de magnitud 7.1 de la tarde del martes. Por la noche, solo los gritos de los voluntarios eran guías. “Faltan gatos hidráulicos, extintores, flexómetros, discos de corte de siete pulgadas… carretillas para levantar el escombro”, gritaba una mujer a la gente que había acercado a auxiliar en una de las tragedias que más han conmovido a los mexicanos tras el terremoto. La escuela Enrique Rebsamen se había desplomado atrapando a decenas de niños bajo los escombros. Hasta el momento han fallecido allí 32 menores y cinco adultos.

En la escuela están registrados 347 niños. 32 en nivel preescolar, 185 en primaria y 130 en secundaria, además de 27 maestros y otros trabajadores de intendencia. Nadie sabe con exactitud cuánta gente se encontraba allí al momento del seísmo. Una autoridad local afirmó que eran 117 personas. La parte que colapsó fue un edificio de tres niveles sobre el número 11 de la calle Rancho Tamboreo. El edificio albergaba, en su parte más alta, la casa de la directora. En la segunda planta las oficinas de la dirección y en la primera la zona donde los niños esperaban ser recogidos por sus padres.

Nada de eso era reconocible la medianoche del martes. La escuela era una pila de escombros que habían sepultado una camioneta y dejado atrapadas a unas 50 personas. A unas cuadras de allí, sentada en la oscuridad sobre una banqueta, una vecina descansaba después de varias horas de ayudar. “No estábamos preparados para esto… la ayuda tardó mucho en llegar”, contaba Malena Ruiz, dueña de un comercio en esta zona de clase media.

Pasaron cuatro segundos desde que sonó la alarma y la escuela se cayó”, cuenta un estudiante de segundo de secundaria que pide omitir su nombre. El alumno, de 12 años, estaba regresando por su alfombrilla de yoga pues había tenido clase antes. Por eso estaba descalzo cuando empezó a huir entre piedras, vidrios y materiales. “La gente estaba sangrando, estaban todos raspados”, relata. De 14 estudiantes de su grupo fallecieron tres. Hay otros tres desaparecidos, uno más lesionado. El resto está bien. “Me siento muy triste por los que siguen atrapados. Siento el dolor de los papás que han perdido a sus hijos, pero yo me siento muy afortunado porque salí vivo”.

Los primeros rescatistas en llegar a la zona fueron ciudadanos. Jóvenes estudiantes de la preparatoria cinco de la Universidad Nacional Autónoma de México asistieron con picos, palas y cubetas durante los primeros minutos de terror. La Armada llegó una hora después del desastre. Los marinos pidieron a los ciudadanos que se retiraran, pero estos se habían ganado a pulso su presencia. Para la medianoche todos trabajaban codo con codo. En la cima de escombros de cemento trabajaban bomberos, soldados y ciudadanos. Las cadenas humanas sacaban del derrumbe pedazos de puertas, sillas rotas y vidrios. Todos los restos eran sacados en carritos de supermercado adaptados para la tragedia. Los improvisados rescatistas trabajaban en medio de un aire con olor a gasolina provenientes de las plantas de luz.

Lejos de los ojos de los rescatistas estaba la verdadera tragedia de la noche. Las autoridades habían montado sobre las canchas de baloncesto carpas donde colocaban los cuerpos hallados entre los escombros. Los familiares con desparecidos esperaban noticias al otro lado de la calle, donde la Gendarmería había habilitado una mesa de atención a las víctimas. Nadie quería hacer ese camino. Cruzar la calle para internarse en la zona acordonada por las fuerzas federales significaba malas noticias. Hacia las cuatro de la mañana un médico hizo ese terrible camino. “¡Lalo está allí, Lalo está allí!”, gritaba un hombre de lentes y camisa a cuadros. Un policía y un trabajador de la Cruz Roja lo mantenían en pie para que no se desplomara. Este doctor culminaba así un día lleno de dolor. Había pasado buena parte de la tarde buscando en hospitales de la zona a su hijo de siete años. Su búsqueda finalizó de madrugada, tras identificarlo por su vestimenta y una pulsera en la muñeca.

Otros familiares sin noticias de sus desaparecidos aguardaban allí entre agua y comida enviada por mexicanos solidarios. Nadie quería convertirse en ese padre que lloraba entre psicólogos y policías que habían acompañado las labores del rescate. Allí estaba César Ruiz, llegado desde Milpa Alta, una región al sur de la ciudad, para buscar a su tía, Gloria González Ruiz, de 35 años y quien trabajaba para la directora. La familia de Reina Dávila, otra empleada de la escuela, dormía en el piso en colchones improvisados. Su hermano no tenía noticias de ella desde la tarde del martes. “Su teléfono llamaba después del temblor. Después ya no hubo línea”. Y cubriéndose con una manta dijo: “No nos vamos a ir hasta que saquen a la última persona”. La esperanza sale a flote entre las ruinas de la escuela Enrique Rebsamen.

Hay más ciudadanos que soldados”
Jorge, de 24 años, descansaba con una pala entre las manos. Había estado sacando escombros en la colonia Condesa por la tarde y por la noche fue al sur de la ciudad junto a un amigo para auxiliar en el rescate de los niños atrapados en la escuela. Cientos de personas acudieron al sitio del desastre. La ayuda ciudadana inundó pronto las estrechas calles de la colonia. Cuando fueron demasiados, el ejército y los organizadores pidieron que se retiraran a quienes no llevaban casco. Todo lo demás lo daban allí a partir de donativos: guantes, chalecos, cubrebocas. Los que más jerarquía tenían entre los civiles eran los ciclistas. Los que montan bicicleta fueron los primeros en llegar ya que la ciudad se colapsó tras el terremoto. Después, el ejército fue movilizado a la zona cuando se implementó el plan de Defensa Nacional II. Pero hacia la madrugada, los uniformados no sobrepasaban a los voluntarios. “Hay más ciudadanos que soldados”, decía Jorge, que horas antes también había ayudado a cortar decenas de polines para soportar la estructura del lugar de la tragedia.

La solidaridad que mueve escombros y rescata niños

Una multitud de mexicanos se echa a las calles para ayudar con herramientas, comida o medicinas o su propia vivienda a los afectados.

por Jacobo García

Hay algo que une al mexicano más que sus alegrías; sus desgracias. Es ahí donde se une, organiza y responde como un titán bien entrenado. Nada más terminar de temblar la tierra, una legión de voluntarios y espontáneos tomaron las calles para ayudar. Con picos, palas, sierras, guantes, cascos, agua… Lo que fuera.

No dio tiempo a recuperar el aliento, cuando comenzaron a organizarse: uno atravesó el coche en la calle para cortar la circulación, otro logró una cinta, otro más acordonó el lugar. Los que podían, movían piedras, cargaban cubetas o trepaban sobre los escombros buscando alguna un voz, un grito, algo que indicara que había vida sepultada como en el colegio de la calle Zacatecas.

La heroica escena se repitió en la calle Álvaro Obregón, donde cientos de personas removían cascotes desafiando réplicas que paralizarían a cualquiera.

Una voz pide agua y decenas de voluntarios consiguen y cargan los pesados garrafones que derramar sobre los escombros para que el líquido se filtre entre las piedras. Junto a él una estudiante vocea los insumos necesarios: “agua, alcohol, vendas, derivados de penicilina…”. Poco después, ya hay en la farola una lista con los nombres de los supervivientes rescatados. En caso de terremoto, los mexicanos llevan en el ADN la necesidad de ayudar y de saber qué hacer.

Entrada la noche no cesó la movilización y lugares como el Parque España o La Cibeles quedaron desbordados de víveres y voluntarios.

Porque somos mexicanos" defiende Mónica Zamora de 35 años. "Es impresionante ver cómo la gente que no se conoce de nada se organiza, ayuda, trae lo que tiene…”, señala frente a un edificio derruido en la calle Puebla. Mónica y su hermano César Zamora se organizaron junto a un grupo de amigos y pasaron toda la noche repartiendo tortas y botellas de agua frente a los edificios derruidos. Después de La Roma, a las cuatro de la madrugada, se dirigieron a Tlalpan porque escucharon que allí los necesitan más.

A esa hora misma hora Juan Santos y su hija, toman por fin un descanso en la Plaza Cibeles después de muchas horas repartiendo café y pan dulce a los rescatistas. Cuando sus vecinos de San Mateo Tecoloapa, a una hora de distancia de la capital, supieron que venía a la capital comenzaron espontáneamente a llenarle el coche de sandwichs, refrescos, mantas, ...Para que también lo entregara. “Ver a tanta gente movilizada es emocionante. Venimos desde el Estado de México porque siento que no se puede confiar en ninguna institución y tenemos que ayudarnos entre nosotros. Nos necesitamos todos” reflexiona.

Más silenciosa pasa la noche Roberta Villegas, tras muchas horas sentada en una banqueta de la calle Álvaro Obregón esperando noticias. Su hijo trabajaba en el edificio reducido a un gigante acordeón que tiene frente a ella. “Hay veces que tengo esperanza, luego decaigo, luego vuelvo a tenerla” dice. Su hijo César apenas llevaba unos meses trabajando como contable cuando a las 1:20 el suelo se movió bajo sus pies y el edificio de cinco pisos se vino abajo con él.

Los protocolos internacionales señalan que deben pasar 72 horas antes de abandonar la búsqueda o dar por muertos a las personas atrapadas en caso de sismo. Sin embargo, terremotos como el de Haití o el de México en 1985 demostraron, que es posible encontrar supervivientes más de una semana después del sismo. Al menos en las primeras horas, en este terremoto, igual que hace más de tres décadas, la organización social superó a la organización oficial.

Pero un terremoto de 7,1 en una de las ciudades más pobladas del planeta está lleno de momentos colectivos heroicos y pequeños milagros individuales.

Como cuando entre todos sacaron una señora viva de los escombros de la calle Medellín y la multitud comenzó a aplaudir y llorar emocionada. O como esa mujer de la tercera edad que desafió la mole que estaba a punto de caer en la calle Jalapa y, durante los cien segundos que duró el terremoto, entró en la vecindad de al lado y al grito de “¡todos fuera ya!” y empujó a todos a salir rápidamente antes de que se viniera encima la construcción. Cuando salieron los vecinos los cristales caían como espadas sobre la acera, mientras ella se perdía en el caos y el olor a gas.

A las cinco de la mañana soldados y jóvenes dan el relevo a otros y dejan la montaña de escombros con el cubrebocas a la altura del cuello, las manos destrozadas y el rostro lleno de polvo. Roberta se emociona, cada vez que los rescatistas levantan el puño y ordenan guardar silencio, porque escuchan una voz, que podría ser de su hijo. Un joven se acerca a ella para ofrecerle una silla y un poco de chocolate.

La noche postemblor es más negra y silenciosa. Pero también más humana. La desgracia teje un poso solidario que suaviza la espera frente a los escombros y revierte la ecuación de la derrota.
Fuentes:
Luis Pablo Beauregard, Elías Camhaji, “No nos vamos a ir hasta que saquen a la última persona”, 20/09/17, El País.
Jacobo García, La solidaridad que mueve escombros y rescata niños, 20/09/17, El País.

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