Relato de un día
de pánico en la 'zona cero' del terremoto de México.
por Cecilia
Ballesteros
A las 13.14 de la mañana del martes 19 de septiembre estaba en mi departamento, en un
sexto piso, en la colonia Condesa, con dos albañiles que reparaban
las grietas y las goteras que había causado el terremoto del día 7,
que no me agarró porque estaba fuera de Ciudad de México. He vivido
otros sismos, pero ninguno como este. De repente, de pronto, de
golpe, sin escuchar ningún tipo de alarma, el piso empezó a
temblar, a moverse, a trepidar, a oscilar, a todo lo que uno se pueda
imaginar, al tiempo que veía cómo mis libros, mis objetos, mi
vajilla, mis muebles, toda mi vida se desbarataba, se desmoronaba
ante mis ojos. El horno se desprendió y saltó disparado, impactó
en el centro de la cocina y el frigorífico, que estaba empotrado en
un hueco, avanzó unos pasos y se giró completamente. Era como vivir
una escena de Poltergeist. Tuve suerte de no estar sola, viviendo en
un ático, en una zona sísmica como Condesa, dos de las peores
condiciones para afrontar un terremoto, según todos los parámetros.
Junto a Pascual, uno de los albañiles, nos pusimos bajo el quicio de
la puerta de la calle, que sujetábamos con todas nuestras fuerzas,
para impedir que se cerrase sobre nosotros y nos aplastase, mientras
que Victor Manuel, como si fuera un maestro de yoga y que había
vivido el trágico terremoto de 1985, parapetado bajo la puerta de la
cocina, nos iba dando instrucciones. "Tranquilos, tranquilos. Ya
está pasando. Cuidado, no acabó. Ahora viene la réplica".
Desde mi
posición, veía como los edificios de enfrente oscilaban como si
fueran juncos y el suelo se movía como una batidora bajo mis pies,
en círculos y de un lado a otro. No hubo ruidos, como se escuchan
otras veces. No pude pensar en otra cosa ni en nadie, salvo que de
esta no salíamos, mezclado con un sentimiento de absoluta irrealidad
y de conciencia de la fragilidad de la vida, es solo cuestión de
suerte o más bien de mala suerte, de estar en el sitio equivocado.
Calculamos que aquello duró más de un minuto, que se hizo eterno.
"Este viene más duro que el último", murmuraba Victor
Manuel. "Diosito, estamos vivos", fueron las primeras
palabras de Pascual cuando se paró el temblor. "Justo en el
mismo día del terremoto del 85. Esta zona es muy mala, no es como mi
casa, que está en zona maciza y que voy a gritar como Colón:
¡Tierra! ¡Tierra! en cuanto la vea".
En ese momento,
Víctor Manuel y Pascual empezaron a preguntarme dónde tenía
azúcar. Tomamos un poco porque, según ellos, es lo mejor para el
susto. Había un fuerte olor a gas y cortamos la llave y bajamos los
tres las escaleras a oscuras y en chinga, muertos de miedo. Ya en la
calle, me dio un ataque de llanto. En el camellón de enfrente del
edificio estaban todos los vecinos, en estado de shock. La gente,
arremolinada, me reprochaba que hubiera tardado en bajar por si me
agarraba una réplica porque lo mejor era estar en la calle. La
tienda de enfrente, La Europea, un establecimiento de delicatessen,
empezó a repartir pan entre los vecinos. La angustia paso a ser la
de la imposibilidad de llamar a amigos y familiares porque los
celulares no funcionaban, todos intercambiaban los aparatos a ver si
alguno de ellos tenía cobertura. No sabía nada de mi familia ni
ellos de mí. A 50 metros de donde estaba, la fachada de un edificio
se desplomó sobre un coche. No pude ver si había gente dentro.
Algunos vecinos encendieron las radios y empezó el goteo de
informaciones sobre edificios desplomados en la zona, gente atrapada
entre los escombros y la formación de comandos de ayuda.
Fui cayendo en la
cuenta de que Condesa y la cercana colonia Roma Norte, en pleno
centro de la ciudad, eran la zona cero esta vez. La prioridad era
saber si mis compañeros del periódico y el resto de mis amigos
mexicanos estaban bien. Por fin, entraron algunas llamadas, pero el
miedo no se va del cuerpo tan rápido. No había además transporte
público, ni taxis, ni semáforos y las calles estaban completamente
colapsadas. Algunos ciudadanos se pusieron voluntariamente a dirigir
el tráfico que ya de por si es caótico en Ciudad de México.
Hasta bien
entrada la tarde, los vecinos de mi casa y yo misma no pudimos
acceder al interior de las viviendas para ver cómo estaban. Además
del montón de grietas nuevas, mi departamento parecía que hubiera
sufrido un registro por parte de la policía más totalitaria del
planeta. No había agua ni gas ni luz. No podía quedarme allí y
además había miedo a nuevas réplicas como ya ocurrió hace 32
años. Recogí lo que pude, a oscuras. La prioridad era entonces
dónde pasar la noche. Pregunté en un hotel próximo de unos amigos,
el Villa Condesa, propiedad de un antiguo periodista. Lo tenían
lleno, aunque estaban dispuestos a hacer todo lo que fuera por mí,
como muchos amigos mexicanos que me ofrecieron su casa, incluso en
lugares tan distantes como Zacatecas, en esa solidaridad que
demuestran siempre ante las catástrofes. En ese momento, dos
compatriotas españolas que reconocieron mi acento y que trabajan
para la marca de moda Bimba y Lola me cedieron una de sus
habitaciones. Aquello era un oasis en la zona cero. Una copa de vino,
un sándwich y un cigarrillo eran la gloria.
Volví a la calle
a ver cómo estaba la colonia. Era una ciudad fantasma, todo estaba a
oscuras, la gente avanzaba con luces y los grupos de voluntarios
corrían de un lado para otro cargados de botellas de agua. Había
camiones del Ejército, de Protección Civil y miles de voluntarios y
dos centros de acopio improvisados en tiendas en Parque España y en
Parque México. La avenida Ámsterdam, la arteria más famosa de
Condesa debido a su peculiar trazado de antiguo hipódromo, era una
riada de gente dispuesta a ayudar. En Álvaro Obregón, un miembro de
Protección Civil me dijo que aún buscaban a seis personas atrapadas
en un edificio que se había derrumbado. Había fuentes repletas de
botellas de agua. De vez en cuando, se gritaba silencio para ver si
se podía oír a algún superviviente. Algo increíble, los Oxxos
(unas tiendas 24 horas que dan más servicios que Google) estaban
cerradas.
Las noticias de
derrumbes en otras colonias seguían llegando. Gente que lo había
perdido todo, el número de muertos que no paraba de subir y la
desesperación de personas que no sabían nada de sus familias. En
momentos así, tener batería en el celular es vital y lo peor, no
poder cargarlo en ninguna parte porque no hay luz. Lo segundo más
grave, en mi caso, es no tener cigarrillos. Después de mucho
caminar, encontré una tienda abierta, pero no los vendían por miedo
a las fugas de gas. Ni tan siquiera estando acompañada por unos
soldados que buscaban con ansia lo mismo que yo. "La ley es la
ley para todo el mundo", dijo el empleado. "!Pero si la ley
soy yo!", contestó el militar con una sonrisa. Ni modo. Pero
esto es México. En la esquina de la tienda, un grupo de chavos
fumaban sin parar.
México se une
contra el dolor
La solidaridad de
los mexicanos emerge con fuerza tras el terremoto de magnitud 7,1,
que ha dejado ya más de 200 muertos.
por Javier Lafuente
El México bravo
que afronta las adversidades emergió con fuerza de nuevo un maldito 19 de septiembre. El mismo día en que se cumplían 32 años desde la
mayor tragedia de la historia reciente del país, otro terremoto
sacudía a la capital y a varios Estados cercanos. Más de 200
personas han muerto y decenas de edificios han quedado reducidos a
escombros. Una macabra coincidencia, la de la fecha, a la que
respondieron los ciudadanos con la misma entereza que ya exhibieron
hace tres décadas. Los momentos de pánico inicial tras la sacudida
de magnitud 7,1 dejaron paso a un aluvión de solidaridad, una
comunión espontánea con la que tratar de minimizar el dolor. La
capital mexicana se echó a la calle con un solo propósito: ayudar.
Ayudarse.
Ciudad de México
se topó el martes con su peor pesadilla. Un terremoto de magnitud
7,1 sacudió al país pasada la una de la tarde. Al menos 230 personas han fallecido en distintas zonas -100 en la capital; 71 en
Morelos, 43 en Puebla, 12 en el Estado de México, cuatro en Guerrero
y uno en Oaxaca-, según las autoridades, que no descartan que la
cifra aumente con las horas. El sismo se produjo 12 días después
del de mayor magnitud (8,2) en 85 años y que provocó la muerte de
un centenar de personas en Chiapas y Oaxaca. El de este martes fue
menor en intensidad, pero el hecho de que el epicentro estuviese más
próximo a la capital -unos 100 kilómetros- provocó que los
daños sean mucho mayores. Los servicios de telefonía y
electricidad, se colapsaron. Decenas de edificios se vinieron abajo,
entre ellos dos escuelas. En uno de los colegios murieron al menos 32
niños y cinco adultos.
Como cada 19 de septiembre, Ciudad de México amaneció con el recuerdo del terremoto
de hace más de tres décadas. Y como suele ser habitual ese día, se
realizó un simulacro de evacuación en Ciudad de México. Dos horas
después del ensayo, las alarmas sísmicas no saltaron. La mayor
parte de los sensores están situados en zonas costeras, no en el
interior del país, donde se registró el epicentro. No hubo fallo
técnico, según fuentes oficiales: el temblor no se pudo detectar a
tiempo para que la población abandonase el lugar en el que se
encontraba para ponerse a salvo.
Ciudad de México
es ahora una ciudad herida que vibra con la solidaridad de sus
vecinos. Si algo ha marcado a la capital mexicana fue el sismo de
1985, en el que murieron más de 10.000 personas. Es constante
escuchar hablar de la solidaridad de entonces, de cómo la capital se
volcó por buscar supervivientes, de ayudar a las víctimas. Lo hacen
muchas veces como si se tratase de una reliquia del pasado, algo que
no iba a volver ocurrir, no ya porque la ciudad no fuese a sufrir
otro terremoto, sino porque las cosas, el país, habían cambiado.
Este martes, entre tanto escombro, México volvió a dar, se volvió
a dar, una lección. Fortaleció la idea de que si este país no se
va a ir al garete, por mucha corrupción e impunidad de sus
autoridades o por la violencia que resquebraja al Estado a pasos
agigantados, es por su gente, la que junta fuerzas para levantar de
nuevo la ciudad, que es una forma de levantarse a ellos mismos.
Improvisación
efectiva
“Nos unimos en
las adversidades”, aseguraba Claudia García, de 28 años,
mientras, apresurada, trataba de instalar una mesa con alimentos en
la Avenida Ámsterdam, en pleno corazón de La Condesa, uno de los
barrios más golpeados por el temblor al tratarse de una zona
cenagosa. Exactamente igual que hace 32 años. A un paso de ahí, un
reguero de gente formaba una cadena humana que se prolongaba cientos
de metros hasta llegar a la esquina de la calle Laredo, donde se
derrumbó uno de los edificios. Cubos repletos de escombros se movían
en perfecta armonía. Nunca la improvisación fue tan efectiva. A
través de las redes sociales, por WhatsApp, en los centros de acopio
instalados, los ciudadanos dieron una lección a las autoridades al
dar el primer paso. Sin esperar. No había tiempo.
El terremoto
golpea al país cuando aún no se ha recuperado del sismo de hace 12
días. Las víctimas de los Estados de Chiapas y Oaxaca, dos de los
más pobres del país, aún esperan que les llegue la ayuda
prometida. El reto para el Estado se multiplica. El presidente,
Enrique Peña Nieto, convocó al Comité Nacional de Emergencias y
anunció el despliegue de 3.000 militares en la capital.
La comunidad
internacional se ha volcado en apoyo a México. Los mensajes de
respaldo de los líderes mundiales no han cesado. Tampoco el del
mandatario que más ha humillado a los mexicanos en el último año.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, que tardó tres días
en solidarizarse con México tras el terremoto de hace dos semanas,
escribió un tuit de apoyo el martes y habló este miércoles con
Peña Nieto por teléfono, según confirmó la Casa Blanca. A la
misma hora, ajenos a las derivas diplomáticas, los servicios de
rescate se apuraban por encontrar supervivientes entre los escombros,
que cargaban miles de vecinos.
Los gritos de
ánimo solo se veían silenciados cuando uno de los especialistas
levantaba un puño. Es la señal para que todos callen y poder
escuchar si hay vida allá abajo. Una pausa a la que casi siempre
acompaña un estruendo generalizado: “¡Viva México, cabrones!”.
Fuentes:
Cecilia Ballesteros, “Diosito, estamos vivos”, 20/09/17, El País. Consultado 21/09/17.
Javier Lafuente, México se une contra el dolor, 20/09/17, El País. Consultado 21/09/17.
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